En las comidas familiares, la tertulia y las risas se multiplican mientras los giros y los dobles sentidos van de una boca a otra; así son las comidas en la casa de la abuela (cinco o seis veces por año) donde los nietos (seis nosotros y las parejas correspondientes), los hijos (ahora ya sólo nuestra madre) y los cinco bisnietos (nuestros hijos) hablamos y hablamos de cualquier tema, hasta que la tarde muere entre carcajadas.
Es costumbre poco después de comer que la abuela nos diga sonriendo con voz baja y melodiosa.
- Ya son las cinco voy a subir, al fin y al cabo no los oigo.
Esa tarde, casi a esa hora, hablábamos de la última novela de Vargas Llosa o de Kundera, del nuevo premio a Fuentes, de la más reciente película de Hollywood, de mi edad, de la apostura redonda de mi hermano, de la hermosa ropa de marca de mi prima o inventábamos nuevos sobrenombres para definirnos (Sra. Clos, Timbón Cruise, o Gordo Marx) que dependen de nuestro tamaño de cinturón, de la fecha de nacimiento (ahí siempre pierdo), de nuestra barbada papada o de la nueva blancura del cuero cabelludo. Todo entre risas y pullas de primos y hermanos. Hasta que surgió la pregunta.
-¿Quién es feliz?- preguntó el filósofo.
-¿Abuela?- dijo un segundo.
-¡Abuelita, aunque te cueste más trabajo!- dijo ella como de costumbre.
-¿Qué opinas?- pregunto la más joven de mis primas.
-Yo sólo fui feliz; una vez en la vida- nos espetó la abuela de forma tajante.
Rebambaramba total, risas, gritos, silbidos, todos preguntábamos y hablábamos a un tiempo, desconcertados hasta que mi madre preguntó.
– ¿Ni cuando fuiste madre?-
-No…dolió mucho- dijo la abuela.
-¿Y cuándo te casaste?
-Tampoco…muchos nervios- contestó.
-¿Entonces… cuándo?- pregunté.
-Una vez cuando tenía seis años, dejen, les cuento…
Era el año 1913 o 14, la ciudad de México era mucho más pequeña y con un sabor porfiriano que ya perdió, tenía seis años y parecía que al fin la “bola” nos daba respiro, dejaron de sonar balazos a eso de las cinco de la mañana y todo fue calmo durante la jornada.
Mi padre, papá Pepe, telegrafista por la mañana y estudiante de homeopatía por la tarde, terminaba su turno a las cuatro y al salir, como todos los días, pasaba a dejarles un peso a mis abuelos. Esa rutina se repitió sin fallas durante toda
Les decía que, esa mañana dejaron de escucharse disparos de madrugada y para la tarde hacia muchas horas que no se escuchaba nada, no recuerdo donde estaban mis hermanas a la llegada de mi padre pero yo salí a recibirlo.
-Mi chiquitina, ¿dónde está tu madre?
Levante los hombros con cara de desconocimiento, el rió y me tomo la mano.
-Ya que nos dejaron solos, chiquitina, vamos a pasear- y así salí a la calle, a la que no me asomaba desde hacia varios meses, de la mano de él.
Caminamos varias calles, percibía que el mundo había cambiado: en el desconchado y las manchas de sangre en las paredes causado por las balas, en el miedo y el aire frío que salía de las casas deshabitadas, en el olor ácido de la muerte que aparecía por aquí y por allá. Mi padre, que no soltaba mi mano, miraba atento cualquier signo de rebelión o polvo lejano, escuchaba a lo lejos para sacarle información al viento que pudiera ser nefasta o peligrosa y yo caminaba sin miedo y sin preocupación por primera vez en lo que me parecía un largo tiempo. A su lado nada nos haría daño.
Fueron solo tres calles y en la esquina encontramos al hombre de los helados, nos acercamos y le solicitamos dos barquillos con nieve de limón, despacio (después de pagar seis centavos) dimos media vuelta para volver sobre nuestros pasos. Caminamos en medio de la calle sorbiendo el helado y su frío llegaba al centro de mi frente, a mi padre le pasó lo mismo, nos miramos y reímos de nuestra amable desventura.
-Chiquitina eres hermosa.
Ya veía el zaguán de nuestra casa, mi madre esperándonos preocupada en el umbral, caminamos esa última calle hasta el hogar sin miedo y sin prisa.
-Ese día fui feliz.
Eran las cinco, la abuela se levantó de la mesa y, en silencio, subió como de costumbre a su habitación.
Arturo Herrera ©