miércoles, julio 30, 2008

Vocales

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¡Que todos los niños
estén muy atentos,
las cinco vocales
van a desfilar!
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“La marcha de las letras”
Francisco Gabilondo Soler “Cri Cri”

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Signo perdido (a)

Me descubro unido con el peñón, el nuevo embrujo fue enorme y rudo, mover el cuerpo sin sufrir el recorrido duele, duele mucho.
El declive no es muy obtuso, puedo subir lento e introducirme en el primer orificio que encuentre, pie con pie, pedrusco sobre pedrusco, todo mi cuerpo se funde con el muro y siento el rocoso sudor, el sufrimiento. Lo encontré.
Mi gemelo se percibe preso desde los huesos, el conjuro que lo envuelve es de preceptores, existen numerosos hechizos que puedo esgrimir. No deseo herirlo.
Dirijo el índice con pulcritud, pido que todo se solucione bien y nombro el sortilegio - “Zemposúchil”
1- todo se obscurece, todo se pierde, es un hecho.
Mi heterónimo es libre por fin y si deseo conocer su derrotero sólo se requiere leerlo, mi Némesis fenece cien veces con dolor, lento y seguro. Hoy el signo perenne de mi frente dejó de existir.

1.- Cempoalxochitl (náhuatl): veinte flores -- Cempasúchil: flor del día de muertos

Dádiva divina (e)

Como antaño, Isaac, subió por la misma ruta a la montaña para hablar con su dios, los signos y las palabras así lo indicaban. Las ironías pasadas no lo lastimaban, la antigua duda no lo afligía, ahora, tomaría la dádiva divina.

Aguardó, aguardó y aguardó, acostumbrado a sus ruidosos arribos, a sus nuncios; ya imaginaba su aparición triunfal, los sonidos y las fanfarrias para ilustrar su vigor ultra humano.

Aburrido, imaginaba la cualidad otorgada, un adminículo con magia, un visor adivinatorio, un don para agudizar su vivacidad, un artilugio para dominar almas. Así pasaron minutos, muchos para Isaac, y nada.

Dormitaba y soñaba con los mayúsculos trabajos a cumplir, cómo narraría su aproximación al dios, cuándo mostraría su dádiva astral.

- ¿Isaac?
- Sí, mi dios.
- ¿Listo?
- Sí, mi dios.
-¡Ábrala!

La caja abrazaba a una tablilla con la inscripción “E”.
La dádiva divina.


Amuleto (i)

La mañana del sábado pasaba lentamente en el arroyo, las aguas calmas dejan ver el fondo, algo verdoso destella en lo profundo, me zambullo como flecha hasta el fango para tomar este metal de forma recta. Salgo para encontrar una extraña lanceta en las manos.
Creo que es un objeto sacro, que me protegerá de la maldad, que será amuleto ante la mala suerte y lo coloco, colgado, en el espejo del auto de renta que conduzco.
Paseo mañanas y tardes seguro con este objeto, es patente que posee una naturaleza de portento.
Una noche, sube al carro una hermosa mujer que se enamora del metal, me ofrece pasta por él pero no acepto, me ofrece más y no me someto, baja con el enojo alojado en su pecho. No puedo más. La llamo y le ofrezco un trato.
Su cuerpo por el objeto. Su objeto de deseo por el que ahora me consume.
Me ve con ojos alegres y juguetones y hace fuego con un arma que me destroza la cabeza.
Negrura.
-¡Todo por este objeto de metal que me gustó tanto! - especula la mujer al alejarse del auto con el amuleto.


Azul (o)

El azar camina lentamente y alcanza siempre a las almas intranquilas, se desenvuelve y sale; cambia las circunstancias, se acumula, rueda y se agiganta, así causa la hendidura, fragmenta la inercia, estalla en miles de piezas. Al despertar entendí.

La vivienda era azul, de un azul resplandeciente, la luz se filtraba desde una abertura en la techumbre cubierta de cristales disímiles que hacían difícil calcular su medida. Me sentía atrapada.

¿Y la rueda blanca? Trataba de pensar y las imágenes se negaban a aparecer, libre de ideas la duda dejaba de existir.

Llegué hasta la barranca, me señalaban en la lejanía alguna entidad que percibía débilmente hasta que la vi, espantaba la ausencia de líneas, una bruma gris que caminaba hacia mí.

Grité, grité hasta cansarme y fue inútil. El ente me tragaba entera y, para mi demencia, sin sufrir.

El azar camina lentamente y alcanza siempre a las almas intranquilas, se desenvuelve y sale; cambia las circunstancias, se acumula, rueda y se agiganta, así causa la hendidura, fragmenta la inercia, estalla en miles de piezas. Al despertar entendí.

Nunca más experimentaré pastillas circulares (nuevas substancias) sin amigas y en el retrete de un bar.


Diva (u)

El aposento era el caos, el olor a tabaco y alcohol desbordaba, el final de fiesta siempre es desordenado. Sobre la cama el movimiento acompasado revelaba el hondo dormir de la cantante.

Esta habitación representaba la realización de mi más anhelado deseo, la intimidad con la gran diva; tocarla, besarla lento toda la noche, ahora la poseo. De frente a ella, en el sillón, observo casi extático ese movimiento hipnótico, la hermosa anatomía crece y decrece al ventilarse, la cabellera negra derrama brillos animales, los pies al abrir y cerrar los mínimos dedos acompañan a la respiración con ritmo erótico, el sexo emite aroma de almizcle y tierra prometida.
Algo falta, ese extraño sentimiento de vacío, de cajete, de dolor prometido por trabajo, de presencia perdida, de cadáver. Sólo eso falla, ese ligero espacio para cerrar la brecha y encontrar el ambivalente, amargo y acaramelado sabor de la separación.

El ritmo decae y abres los ojos, la claridad verde me invade y evita mi pensamiento; estiras felina el torso, dos ojos más (ahora rosas) me lesionan; la sábana al caer te revela silenciosa y fenezco; caminas adormilada hacia mi y me besas; ya no soy me pierdo en ti, esta presencia me absorbe y me desvanece.
Así, al final, el sonido del diapasón nos permitió encontrar la clave faltante; cantas para mí al amanecer, la vida es sólo de nosotros, irresponsables.


Nota: Los cinco textos ya están colocados aquí (en el blog) en diferentes fechas, pero nunca en conjunto y esa es la forma en que fueron concebidos. Sólo poseen una cosa en común: en cada uno de ellos se omitió una de las vocales (la señalada entre paréntesis).
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Arturo Herrera ©

miércoles, julio 23, 2008

Odisea, el epílogo

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De frente al mar y con las piernas cruzadas sobre el taburete, Ulises observa como las llamas devoran los restos del barco que lo devolvió a su patria. Todos los recuerdos de esos veinte años se consumen en la pira. De frente al mar imagina su nuevo futuro.

Penélope es autoritaria, gobernó con mano firme y la regencia la cambió en lo básico, dejó de ser sumisa para convertirse en mariscal, lo hizo tan bien sin él que logró mantener el reino, de ella, fuera del alcance de los buitres.

Veinte años de lejanía lo hicieron guerrero y marino y a pocos días del regreso, restaurado su poder y el matrimonio siente el escozor en las plantas de los pies, ese prurito que impele a caminar, a zarpar de nuevo, a vivir.

Aplacado el demonio de la venganza, el rencuentro nocturno fue hermoso, ya no recordaba los detalles del cuerpo de su esposa. En el nuevo, las curvas descienden presurosas hacia los íntimos pliegues que resuman humedad, los pechos heroicos, enhiestos y abundantes, la boca jugosa que brinda abrigo y lanza frases incomprensibles en el idioma de la pasión. Son veinte años de sueños y se reconocen como extraños, se arrinconan en la memoria para descubrir a estos amantes extranjeros que se han apoderado de sus nombres y de sus cuerpos.

¿Qué hacer con este sentimiento de pérdida que se acumula como las cenizas en el fondo de la hoguera? ¿Ya no saldrá al mar? ¿Caminará en tierra firme hasta el fin de sus días?

No podrá permanecer mucho tiempo aquí. Ítaca se vuelve, a pocos días del ansiado regreso, un lugar de destierro, un lugar donde yacer fuera del mundo, fuera de la vida, fuera de su ser.

Mañana, mañana partirá a otras tierras, a fundar la historia. Ulises el héroe.

viernes, julio 11, 2008

La mirada



Al héroe que todos somos sin saberlo.

Ash

El faro es un estoico del mar

un pie en la tierra y la vista

fija en el horizonte.

A.H.

De pie miraba hacia el oriente, hacia el mar y su ojo destellaba vida. Aparecían en los rompientes las pequeñas medusas con su límpida luz orgánica, los peces y pulpos del arrecife competían desdeñosos por la comida.

El agua azul turquesa siempre calma, todos los días, todas las horas, hasta que el viento, sin aviso, comenzaba a correr desenfrenado, cada vez más rápido, cada vez más mortal. Huracán lo llaman los Caribes. Esto sucedía varias veces al año, derramaba odio, derramaba muerte.

Desde que lo destinaron a esta lejana posición sentía que lo habían abandonado, lo habían dejado aquí tan solo, como se sintió en el momento de perder su ojo izquierdo, todos los logros, todas las batallas ya no importaban, ya no era útil.

La tristeza lo acompañaba todo el día, no importaban las mujeres y los niños, las esclavas y los ayudantes, todo lo que había traído desde casa. Era un inútil, no servía para lo que fue educado, para darle honor a su familia, a su pueblo, a su nación.

El sacbe (camino) al pueblo estaba limpio y cuidado, ellos conocían su alcurnia y su linaje, pero no iba, no tenía gana alguna de visitar a estos provincianos; su tristeza lo inmovilizaba.

Aún no llegaba la media cara de plata que cubriría su deformado rostro, los sacerdotes que manejaban el metal tenían mucho trabajo. Ni siquiera pensaba en salir y exponerse a las miradas curiosas; si no fuera príncipe lo habrían ejecutado.

Los blancos estaban ya aquí y había que mantenerlos fuera del imperio.

La leyenda decía que dejarlos entrar a sus dominios equivalía a la desaparición total de su civilización, existía la otra leyenda, la de Kukulkán, la de los niños, esa de bondad y de sabiduría con la que cualquier adulto sabría de inmediato que era pura fantasía.

Llegaban noticias del sur y del poniente, de los pálidos, de su desvergonzada actitud, de su poca o ninguna caballerosidad, de su falta completa de palabra, es la palabra y cumplirla lo único que hace diferente al hombre de los animales.

Su trabajo, si a esto se lo podía llamar trabajo, era hacer encallar esas casas sobre el agua (no tenía otra manera de nombrarlas) de los hombres pálidos y barbados. Encallarlas en el arrecife, mostrarles el camino con luz, con humo, con sonidos, para que pensaran que un poblado estaba cerca y enfilaran sus casas hacia la espada calcárea.

El cortante arrecife rompería las grandes casas sobre el agua, tiraría sus enormes alas de aire y los aterrorizados pálidos saltarían sobre las rocas, rompiéndose ellos mismos, lo que quedara serviría como alimento para los tiburones que en grandes cantidades poblaban de extremo a extremo el atolón.

Cuando el huracán soplaba, su trabajo era aún más fácil, cegadas y mudas por los vientos, las grandes casas sobre el agua, se rompían en mil pedazos, aún antes de tocar el coral, aún antes de sentir el filo de los pólipos. No habría sobrevivientes.

Este trabajo lo hacia sentir inútil, después de ser el mejor y más grande guerrero de la última década. Aquí vivía con lujos, con confort, pero sus recuerdos lo torturaban día con día, lo confrontaban con su futuro, aquí en la pequeñez, en el olvido.

Cómo pasó y en que momento, nadie lo sabía, un día una nave llegó a la playa, tendría a lo sumo cincuenta hombres y bestias inmensas que despedían olores rancios, armas que brillaban y ningún caballero al mando, nadie llevaba plumas o distintivo que lo identificara como jefe o cacique, sólo esclavos y combatientes de bajo nivel.

No importaba, aquí en el extremo del mundo, y mirando al horizonte tendría su guerra final, su despedida. Moriría como mueren los guerreros.

Los dioses, la dualidad, lo habían premiado y pinchaba su brazo con espinas para agradecerlo. Sería lucha última y no importaba si era contra estos descastados, pálidos y sin tatuajes. No importaba.

En el palacio no tendría esta oportunidad, su único ojo lo descalificaba para luchar. Aquí, aquí su palabra era ley, los habitantes del pequeño poblado vivían para darle gusto, sus sirvientes y ayudantes, todos eran versados en las artes guerreras, hasta sus mujeres pelearían si lo pedía.

Tendría su última guerra, no tendría honores ni cabezas, no habría prisioneros ni esclavos adicionales, sería una guerra final, un regalo de despedida.

Los dejó colocarse de espaldas hacia el mar, mandó a los primeros cincuenta y dos hombres por el flanco derecho, las armas brillantes lanzaron fuego y algunos de sus hombres cayeron, mandó otros más por el flanco izquierdo, también murieron muchos, otros huían. Encontró el tiempo que necesitaban los pálidos para hacer que sus armas destellaran. La siguiente carga sería más rápida.

Había vencido, ya sólo vivían ocho pálidos y la mayoría heridos, ahora tomó su arma, tres palmos de madera con cuatro hojas de obsidiana a cada lado, hermosa, mortal y con su habilidad capaz de partir un contrincante de un solo tajo, avanzó con paso calmo, cortó por la mitad al primero, al segundo con su brillante peto le partió las rodillas y su pie hizo lo necesario con la cabeza y la postrer mirada de su único ojo se la dedicó al arcabuz que a un palmo le voló la mitad de su cara.

Al morir su jefe los ayudantes decidieron acabar con los pálidos restantes, el juego final de su amo costó casi trescientas vidas y el guerrero murió como había vivido. En la guerra. El costo no importaba.

Aquí estaba, ya no miraba hacia el oriente ni hacia el mar y su ojo, su único ojo, de media cara contra el suelo, moría.

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Arturo Herrera ©

Imagen; Galeón. Grabado de Alberto Durero

martes, julio 08, 2008

Bardo, rapsoda o vate

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Con ojo atento al sentir humano,
a gemidos que se oyen tras las puertas,
las risas y llantos vistos a trasmano
son los cuños de las crónicas correctas.
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Rapto atrevido de historias a mano,
de ritos ajenos, de calles repletas,
de valles inhóspitos y coros serranos,
descubro sucesos de vidas completas.
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Divinos demonios se muestran alados,
ángeles revelan sus almas oscuras,
luchas intestinas en mares salados
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son constituyentes de intrigas maduras;
y mi pluma dice: ¡han de ser contados!
Un plagio de vida, ficciones seguras.
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Arturo Herrera ©



viernes, julio 04, 2008

Declaro la guerra



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Declaro la guerra en contra de... China.

Los niños congregados alrededor del círculo dibujado con gis sobre la calle, con escaques periféricos cada uno con los nombres de países conocidos, salen corriendo como rayos de una rueda invisible y a velocidades distintas emergen del centro como el universo después de la pequeña partícula.

▬ STOP ▬ dije, y todos se detuvieron, Blanca la niña de la trenza amarilla y motivo de mi distracción era la más lejana y grité ▬ ocho para Rusia ▬ e inicié a contar los pasos que me separaban de ella. Uno…dos…tres… …siete y ocho. Aterricé sobre su pie y pegó un chillido enorme y preguntaba.

▬ ¿Por qué siempre me lastimas? ¡Te odio! ▬ y salió despedida para su casa. Los ojos de sus hermanas me taladraron la espalda pero ya estaba hecho.

* * *

▬ Declaro la guerra en contra de… Maui.

Blanca y sus hermanas salieron disparadas y nosotros quedamos con la boca abierta ante las apariciones suscitadas por el vuelo de sus pequeñas faldas.

▬ ¿Ya te invitaron a sus quince? ▬ preguntó Alberto.

▬ Ya, su mamá me adora desde que le doy clases de álgebra ▬ respondí.

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▬ ¿Binomio cuadrado perfecto?▬ le pregunté con descaro.

▬ ¡No sé, ya te lo dije!

▬ Me debes un beso ▬ y mi manos buscaron con rapacidad sus piernas, su cintura, toda ella ▬ ¿Binomio de Newton?

▬ ¡No sé!

▬ Otro beso y ya van dieciséis, Blanca, a este paso nunca vas a terminar ▬ le dije amablemente mientras deslizaba con habilidad mis manos por debajo de su falda.

▬ ¿Por qué siempre me lastimas? ¡Te quiero!

* * *

▬ Y yo los declaro: Marido y mujer.

Ese fue el inicio de las hostilidades.

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Arturo Herrera ©