jueves, diciembre 31, 2009

What are you doing new year's eve?

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¿Qué haces o qué piensas en la noche vieja, la víspera del año nuevo?
¿Recuerdas los propósitos pospuestos?
¿Revives las alegrías acumuladas durante el año?
¿Rememoras a las persona que ya no están?
¿Hay palabras que no deberías haber dicho?
¿Hay sentimientos que tenías que expresar?



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Somos hijos del sol y aunque arbitrario, como casi todo lo humano, festejemos este inicio de ciclo con alegría y esperanza.

Para mis cercanos, estén aquí a mi lado o separados por miles de kilómetros, mis deseos de buenaventura, parabienes y bienestar, un abrazo apretado y un beso tronado.

lunes, diciembre 28, 2009

María, cómo me dueles corazón


Carta-poema escrita por Marlon Brando, en español, para María Schneider encontrada por Bernardo Bertolucci bajo el mueble roto del atelier parisino al terminar el rodaje de “El último tango en París” y dada a conocer después de la muerte por sobrepeso del actor para evitar suspicacias. Al final María es ahora una rotunda cincuentona.
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María, cómo me dueles corazón

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el témpano de fuego se aposenta
las lúbricas miradas de los otros
traspasan las paredes del desván
María, cómo me dueles corazón
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la argenta ventana nos expone
a pasivas pupilas que se avivan
desde el muro voyeur del atelier
María, cómo me dueles corazón
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tan sabia desde niña y erudita
completa te reviertes en la tina
destella el centro húmedo en París
María, cómo me dueles corazón
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tus años y los míos se desentienden
mis besos y los tuyos se enfurecen
tu vista de ménade se opaca
María, cómo me dueles corazón
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me partes cuando sales con tu novio
me rompes si sufres con razón
me hieres si vuelves orgullosa
María, cómo me dueles corazón
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te amo con besos y mantequilla
te toco con manos de carbón
tu espalda en una última mirada
María, yo sé que duele corazón.
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Nota: Todo en este texto es ficción (escrita para la consigna 131 en el Foro Perras Negras).
Feliz día de los inocentes.
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martes, diciembre 15, 2009

Pequeña muerte


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Respiras agitada, pupilas distendidas, una gota de sudor entre tus pechos, exhalas, te desprendes; el alma (prueba clara de que existe) se eleva a un palmo de tu frente, ruges silente en cada movimiento o llamas a la carga a voz en cuello o pronuncias una oración entre murmullos. Te mueves lento, te sofocas, vibras al compás de un diapasón fogoso, te aferras y garras de cristal toman tu vientre. No estás aquí, trasciendes el espacio, el tiempo, el universo. Cascadas de aguamiel entre tus pétalos confirman tu ausencia, tu escape, tu agonía. La nada.
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Mueres un poco y el ansia de existir no se termina. Por fin vuelves al mundo, una pequeña sonrisa (antes mueca que parece de dolor) asoma leve en tus labios y retomas el fragor como en combate. Doncella ungida, te encaminas al abismo arrebolada. De nuevo, te ausentas exigente y como el campeador, muerta y aparte, ganas con un suspiro la batalla.

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Por la foto: Dánae, G.Klimt, 1862-1918

martes, julio 28, 2009

Cosas de la edad

Rumiando el sinsabor, Remigio caminaba por la acera sin importarle el calor y sabía que por la noche lamentaría esta caminata bajo el rayo del sol. Del astro emanaban invisibles ondas que atacarían sin piedad esa zona delicada justo en la transición de su frente y su cabello cada día más escaso. Se lamentaría, sí, pero ahora lo importante era deshacerse de esta ira reprimida con una larga caminata sobre las aceras de la ciudad.
A los quince minutos, el otro extremo de su humanidad comenzó a solicitar clemencia, las pantorrillas y los pies sobrecargados rogaban por un poco de alivio. – Tengo que dejar el sedentarismo – pensó. Unos pasos más adelante encontró sobre la acera pequeñas mesas, como un oasis en el desierto, listas para recibir su cansada humanidad.
—Un café y un cenicero, por favor—solicitó para dar rienda suelta a dos de sus múltiples vicios, el abuelo decía: “hombre sin vicios no es de fiar”, pero nunca le dijo que por cada exceso el cuerpo, eventualmente, pediría compensación.
Esta zona de la ciudad, a las once treinta de la mañana, no daba tregua al congestionamiento de vehículos y al trasegar de peatones que, como pequeñas manadas de búfalos, se vertían en ambos sentidos como ríos hacia sus respectivas ocupaciones. El sol inclemente, ahora sobre los autos, se ensañaba en los infortunados que recibían la señal de alto en el semáforo de la esquina; eso le permitía a Remigio escudriñar dentro de los rezagados y tratar de descubrir la historia que siempre contaban las personas de esta urbe, si uno era capaz de ver a través de la máscara social.
La SUV contenía a la joven madre que pasaba la mitad del día depositando y extrayendo infantes de las escuelas privadas que aseguraban el triunfo de su progenie. El rictus de su boca presagiaba, además, la descuidada relación matrimonial y el ceño apretado, la hostilidad hacia su madre que nunca le advirtió del denso marasmo en que se convertiría su vida conyugal.
El taxista maduro con parálisis facial que pensó que un título de contador le permitiría ascender en el entramado social para después de tres décadas de trabajo y varios recortes de personal por las crisis sucesivas, se encontró manejando un automóvil de alquiler. El párpado caído, la lágrima involuntaria y el modo en que su dedo índice buscaba dentro de su nariz (como si fuera tras un tesoro) daban cuenta clara del la presión inclemente que sufría para poder sobrevivir.
Una joven, casi niña, tamborileaba sus pulgares sobre el volante de su pequeño y recién acondicionado viejo auto donde el equipo de sonido era más valioso que toda la carcasa que lo contenía, el sonido era tan grave y profundo que hacía vibrar el ventanal del local donde Remigio tomaba su café y la cara de la niña mostraba el placer sensual que sentía aunque no supiera en realidad de dónde provenía, era tal su disfrute que tardó unos instantes en descifrar el código lumínico que le permitía, ya, avanzar con el resto de los nuevos liberados.
Verde, pitido. Verde, pitido, pitido. Verde, pitido, pitido, pitido. Einstein estaría divertido al observar la relatividad del hecho, la luz verde llegaba más rápido a los conductores colocados a mayor distancia y Heisenberg, también reiría, sobre la imposibilidad de determinar en qué lugar y cuál conductor tocaría la bocina en primer lugar. Dos premiados del Nobel enfrentados por sus propias filosofías del mundo, Albert diría en algún momento “dios no juega a los dados” y Werner profundizaría a tal punto la incertidumbre que el azar se convertiría en la deidad.
Remigio tomaba apuntes de la observación de todos los actores que aparecían frente a su mesa, apuntes que se convertirían en partes de sus próximos textos. Unos periodísticos para su columna sobre la vida en la ciudad, otros para personajes de las historias que aparecían en el suplemento cultural del domingo. Aquí y ahora era feliz, observaba el devenir y como amanuense de la vida, pendolista de instantes, escribano de partículas; elaboraba bocetos hechos de palabras que traducían lo cotidiano, lo nimio, en pinceladas de verdad, de luz, de ideología; papel y tinta, palabras y significados.
La ira se había ido con la vergüenza de los análisis y los impúdicos roces de diagnóstico de la doctora en turno, fue palpado hasta la médula. Se había ido el sinsabor de sentirse número. Le hablaba al tótem de ese sopor, del dolor mañanero, de la erosión en uno de sus codos, de la nariz adolorida, de la curva del abdomen al anochecer, de todas sus dolencias y sólo recibía la indiferencia de una cara dura e impasible, el silencio de un fugado de Hipócrates, el correr de una mano aséptica sobre papeles burocráticos. Al final la máscara habló para emitir su juicio.
—Son cosas de la edad— dijo la infantil doctora del centro de salud.
— ¡Centro de salud!—pensó Remigio, mas bien— ¡calvario burocrático!
Porque uno llega ahí como a un templo en espera de que el oráculo, por fin, pronostique nuestra próxima desventura.

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miércoles, junio 17, 2009

Violeta

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Aún recuerdo a Violeta como la primera vez, dos días antes de cumplir seis años, ella sería en la escuela la abanderada y la representante de sexto grado en la escolta que cada lunes rendiría honores a la bandera y a la patria. Portaba un uniforme rojo escarlata que destacaba sus rubios cabellos, sus ojos de un azul límpido, su figura larga y estilizada, el ovalo perfecto de su rostro, su piel de durazno y su boca delicada que invitaba a un beso.
Por ella, mis amigos se burlaban de mi cada lunes porque me era imposible contener las lágrimas y deshacer el nudo que se formaba en mi garganta cuando ella pasaba frente al grupo con aire marcial, cargando la bandera y sus ojos se posaban en mí un instante.
Los años pasaban y Violeta mejoraba con ellos; más hermosa, si era posible, más ligera, más sutil y yo empeoraba; enjuto y desprolijo pasaba la mayor cantidad de tiempo pegado a un libro.
Entré a la segunda enseñanza, dos días antes de cumplir doce, ella cursaba con lentitud el último de preparatoria. Ya no me fue posible observarla con regularidad y las veces que me iluminaba un momento las lágrimas y el nudo se presentaban de inmediato. Mis amables condiscípulos reían a sus anchas y era motivo de burla durante algunas semanas cada vez que me atrapaba la inmovilidad. Llegué a agradecer no verla durante meses ya que permitía a mi intelecto desarrollarse a contrapelo de mi físico.
Brinqué algunos años y el siguiente ciclo escolar me sorprendió (a mí y a mis azorados compañeros) cuando en un año aprobé tres de escuela, eso me hizo blanco de los estultos pero también redujo mi invisibilidad y acortó la distancia entre nosotros.
La preparatoria y la universidad ocupaban el mismo campus, los cambios de aula entre clase y clase me llevaron ineludiblemente a encontrarla, mi inmovilidad surgió con la primera vista de sus largas piernas, el nudo y las lágrimas cuando, después de tantos años, sus ojos se posaron en los míos y una ligerísima sonrisa apareció en su boca.
Trabajé incansablemente y pude comprimir en dos años los tres de preparatoria y escribir mi primer libro de cuentos que envié (iluso de mí) a un concurso internacional.
Cumplí los quince con dos agradables noticias, me matriculé en la universidad un par de días antes y mi libro de cuentos recibió una mención en el concurso.
Pensé que el trabajo me llevaría a recortar aún más la distancia que me separaba de Violeta, pero la universidad es muy diferente a la escuela de párvulos, apenas tenía tiempo de separar la vista de los libros para observarla caminar distraída en los prados universitarios, sus amigas siempre revoloteando a su alrededor ya no estaban y su mirada contenía una profunda languidez que antes no se encontraba; el precio de crecer.
Mi prisa o su tristeza permitieron que en el siguiente ciclo nos encontráramos al fin en el mismo grado, en los primeros días era casi imposible salir de la inmovilidad, evitar como un estoico la salida de las lágrimas y hablar con el nudo que atenazaba mi garganta. La pasión sucumbe ante la rutina y al pasar los días me fue posible mover mi cuerpo, articular palabras y mantener secos mis ojos aunque Violeta me viera de frente, hasta llegué a notar cierta simpatía y admiración (ahora en sus ojos) cuando mis explicaciones eran interesantes.
Tres meses después ella no volvió a aparecer en la universidad, se hablaba (como siempre) de un embarazo, de un profesor abusivo, de drogas o de alcoholismo: siempre supe que eran habladurías. Sólo yo sabía.
Herido hasta la médula terminé rápido y sin distracciones la carrera y acepté la primera beca para cursar una maestría en un país lejano donde con audacia infantil inscribí la crónica de esos años a un concurso literario, los resultados de éste y aprobar el último crédito de la maestría sucedieron dos días antes de cumplir los veinte; para librarme, por culpa del premio, de la búsqueda del sustento y del anonimato, mi físico resolvía cada prueba sin esfuerzo y mejoraba nada más con el paso del tiempo; viajé tres años más por el viejo mundo donde viví los amores y las desventuras necesarios para los argumentos de mis próximos escritos y hasta después de saciarme de vida devolví mis pasos a la casa paterna con dulce y planeada resignación.
Ahora dos días antes de cumplir los veinticinco, sin nudos y sin lágrimas, ella emerge a diario de la alberca de nuestra casa familiar, como una Venus en diminuto bikini violeta, para un largo desayuno que incrementará nuestra complicidad, al tiempo que escribo con lenta parsimonia mi siguiente novela, y sé (como ella sabe que lo sé) que el tiempo y la paciencia son mis principales aliados desde que supe, antes de terminar la universidad, que mi padre se casaba de nuevo.

viernes, abril 24, 2009

Lejanía

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La lejanía sabe
que en el punto neutral
donde lo dulce y lo amargo se confunden
el tiempo se detiene
y la proximidad de los labios
es perenne

La lejanía sabe
que en los dos extremos
el calor y el frío se transponen
no hay ayer ni mañana
para los labios
que nunca se tocaron

La lejanía sabe
que al mirar esos labios
como uróboro ancestral
el tiempo que transcurre
en el beso que no fue
es inmortal

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martes, abril 21, 2009

Adicto


Triste sentimiento es aceptarse adicto a una sustancia que maltrata el alma, más triste cuando el motivo de la adicción es una persona; dolorosa y sacrificada pulsión cuando alejarse es imposible, esa angustia que duele con su falta y duele más con su presencia.

– ¡Hoy no me has dicho que me quieres! – dice el motivo del sufrimiento y no atino a contestar. No tengo una respuesta fácil, la relatividad del verbo hará que mis respuestas sean malinterpretadas.

– ¡Me rompes el corazón! – y cada frase me adhiere a ella con mayor fuerza. Esta cohesión de nuestras pieles, cuando el silencio soluciona los conflictos, impide la separación, o le evita, por nuestro temor al dolor de la ausencia. La humedad que nos aprisiona es una cárcel de caricias, sexo y besos hasta que buscamos el lenguaje para interpretarla.

– Tu silencio me dice que me odias – y es cierto.

– ¿En quién piensas cuando nos besamos? – me dices y no encuentro las palabras justas para evitar que pienses que te miento.

– ¡En nadie! – atino a decir antes que tu rabia te aparte de la cama y te lleve al baño donde las aguas de tus ojos son mayores que el diluvio y se confunden con las de la ducha donde frotas con rabia los rastros ficticios de mi indecencia.

Sales como Venus y tu sonrisa demuestra que todo tu dolor y asco se ha ido por la alcantarilla. Me besas y la reconciliación es el combustible de esta adicción malsana, me besas y olvido el dolor y me entrego al placer que me proporciona tu aroma, olor de mujer que amo, de hembra dolorosa y doliente que acerca el cielo aunque vivir así sea un infierno.

– Tu eres de Marte – me dices y yo no alcanzo a recordar el nombre de tu planeta porque la incertidumbre aprieta mi garganta, esperas respuesta y al no obtenerla presumes palabras insolentes – no soy estúpida, sé que algo escondes en tu silencio – trato de replicar y sólo sale un murmullo ininteligible – ¡Ves, ves como me tratas como retrasada mental! – y callo, callo cobardemente, donde cada palabra que no pronuncio se acumula en mi memoria y sé que saldrá algún día. Callar se vuelve una mala costumbre, diferente al hábito malsano que nos une, que terminará en el momento que el dique se rompa; y ya no me queden dedos para tapar las filtraciones.

– Te amo, hombrecito, sin ti me moriría – es el monólogo del día – yo también – digo con voz pequeña – ¡yo también... yo también suena falso! ¡lo dices simplemente por decirlo! – y vuelvo al silencio.

Pasan meses, años; mi cuerpo se consume y debilita, las dolencias aparecen y hieren más la carne. Con la mirada hacia el piso mi espalda se ha vuelto contrahecha, mi cabello antes largo es ahora corto, seco y deslucido, todo mi cuerpo reclama paz.

Hasta que un día con fuego en los ojos me dices – ¡No puedo más! ¡Vivir así es un infierno! Mi sicóloga dice que la pasividad y el silencio también son violencia. Te lo diré de frente (como siempre), he encontrado a alguien que me entiende y me voy. No puedo sufrir más, no lo merezco. ¡Te dejo! ¡Adiós!

El camión de mudanza dobla la esquina, ¡me muero!, giro sobre mis talones y entro a mi casa, ¿mi casa?, recorro con dolor y tristeza, palmo a palmo, la soledad, los cuartos, los lugares... En el cuarto de visitas encuentro la cama individual que ha sido mi lecho en incontables ocasiones, ahora es la única cama de la morada, me derrumbo y trato de dormir.

Han pasado diez meses, mi espalda ha vuelto a ser recta, mi cabello recupera día a día su largo y su brillo, la paz me ha devuelto la salud. Cuando una parte del cuerpo está gangrenada, afecta a todo el ser, emite olores repugnantes, duele, atormenta y sólo el temor retrasa lo inevitable. Amputar es la solución.

– Soy Ramón y soy amputado.

– ¡Bienvenido! – me dicen los amigos, mis iguales; mi alma y mi cuerpo están ahora en el lugar correcto.


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viernes, marzo 20, 2009

Llanes

Tenemos llagas dijo Llanes.

Son sólo pequeñas irritaciones – acotó el doctor.

Así casi termina la terrible peregrinación de Llanes, el barquero, a través de las laberínticas profundidades del servicio médico gubernamental de la empresa que maneja el petróleo de todos.

Llanes es un capitán de barca, en ella deambula por los humedales de Campeche en el Golfo de México. Su trabajo es encontrar bancos de jaibas que perviven en las aguas salobres de los manglares. Su barca, alta de proa, apenas se sumerge unos cuantos centímetros en las aguas someras y le permite acercarse a los crustáceos que habitan la zona entre mareas. Con sus dos tripulantes, Racine y Moliere, deambula por la selva acuática para recolectar de las trampas y de sus propios criaderos la pesca que les dará el dinero suficiente para sus básicas necesidades.

La comida no es problema, se obtiene del mar y de la pródiga tierra; la casa hecha de forma tradicional, adobe blanqueado con cal de forma elíptica y con techo de dos aguas de palma seca donde la arista orientada hacia la playa permite el paso del ventarrón sin ofrecer casi resistencia. Los servicios, desde la llegada de los petroleros, son el verdadero problema; agua potable, alcohol y esparcimiento doblaron su costo desde su arribo.

Para solventarlos cada día debe llevar al menos doscientas jaibas a Don Jerázimo, el cacique del pueblo, que envía crustáceos, caracoles y cefalópodos a los hoteles de la Rivera Maya en avioneta. Sabe que el pago que recibe no es ni la décima parte de lo que se lleva el intermediario pero intentar algo diferente acarrearía la molestia del patrón que es dueño de casi todo en el lugar. Además, para él, hombre solo y sin familia con excepción de sus dos ahijados -tripulantes, más ingreso representaría mayor número de actividades que lo sacarían de su muy apreciada monotonía.

Una de las ventajas del arribo de los fuereños, como contraprestación exigida por Jerázimo, es el servicio médico proporcionado por la empresa, como toda gran estructura burocrática los encargados de prestarla son displicentes y anodinos; llegar al hospital refulgente y solicitar un servicio es un calvario que los moradores de Izta-mal están dispuestos a aceptar por la gratuidad de los servicios.

A lo lejos, a unos siete kilómetros, Llanes observaba a diario el perfil de las plataformas de extracción, los mecheros queman gas las veinticuatro horas y los derrames de crudo se vuelven habituales.

Los hombres encargados de solucionar estos errores que invariablemente llagan a la playa visten ropas naranjas y vierten en las nervosidades de los mangles sustancias que permiten mantener una apariencia de sanidad en la región.

Después de un derrame mayor a lo normal Llanes se acercó con su barca a la zona de trampas, la zona había sido acordonada por los barcos rugientes de los ‘naranjas’ unos días antes y había perdido la cuota de jaibas dos días seguidos: Al desaparecer los barcos de limpieza se acerco para comprobar el tamaño de su pérdida, Racine y Moliere se zambulleron para recolectar a la presa, para ayudarles Llanes bajo de la barca y quedó con el agua al pecho durante las maniobras de carga y muy poco tiempo después la cuota del día estaba completa. Contentos con su carga enfilaron al puerto apenas cinco minutos antes de las diez de la mañana.

Con la mano firme en el timón y los motores a media marcha, Llanes pensaba que al llegar al puerto se dirigiría a la nueva cantina, abierta apenas hacía dos semanas, para tomar unas cervezas y disfrutar la vista de la mesera recién contratada, una pequeña morena de curvas suaves y pelo ensortijado con la sublime cualidad de caminar como bailarina.

Los ahijados y él comenzaron a enfermar aún antes de llegar a puerto, la comezón y el prurito enrojecía sus pieles curtidas por el sol, la boca tenía un sabor amargo, desagradable, los mareos y la fiebre llegaban a intervalos constantes.

Al desembarcar fueron, casi corrieron a la clínica de de los petroleros; su calvario comenzó casi al llegar, los trasladaron a una habitación blanca y pulcra donde dos enfermeras con trajes naranjas revisaron sus signos y les colocaron una intravenosa con suero, un suero como nunca habían visto de color ámbar que quemaba sus adentros. Ahí perdió a sus tripulantes, los colocaron en cámaras aisladas por casi veinte días, los médicos y las enfermeras ataviados de naranja no hablaban, sólo le infringían atrocidades horribles y dolorosas.

Llanes gritaba a todos que tenía que navegar, que este tiempo, perdido para él, era el mayor que había pasado en tierra firme desde su niñez, que necesitaba trabajar para ganar el sustento, que requería el aire marino, salobre y fresco; ninguna súplica funcionó.

El día veinticinco, lleno de úlceras que ya no supuraban, le permitieron salir, sus ropas limpias y con olor a desinfectante le raspaban sobre el cuerpo magullado.

Un médico, alto y de apariencia citadina lo sentó frente a un escritorio, llevaba guantes, le explico que había sufrido de una enfermedad tropical que se pensaba erradicada, que la irritación de la piel se quitaría en dos semanas, que no podría navegar ni tener contactos sexuales durante ese periodo, que la empresa sabiendo de sus necesidades le entregaría al salir (y después de firmar una carta donde aceptaba el buen cuidado médico y las causas de su enfermedad) un sobre con una suma igual a seis meses de sus ingresos por la pesca. Llanes lleno de preguntas trataba de interrumpir el monólogo prefabricado del galeno, fue imposible lo único que pudo balbucear fue:

Tenemos llagas.

Son sólo pequeñas irritaciones – acotó el doctor.

¿Pero por qué salen? – increpó el capitán.

¡Por qué sí! – dijo el coludido para terminar la discusión.


Al salir encontró a Racine y a Moliere con risas extasiadas abrazando el sobre de los dineros. Caminaron sobre la calle principal y entraron sin miramientos a la nueva cantina y no se les volvió a ver en varios días.



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sábado, febrero 21, 2009

cinco, siete, cinco


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copa hacia el cielo
espera dulces lágrimas
blanco alcatraz
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plomo candente
que razga los sentidos
Gaza de plata
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blanco despertar
de esperanza y vida
el nuevo día
.
dos lágrimas
confunden el camino
cruce de vidas
.
la oscuridad
que duerme en el uno
luz contrahecha
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tienda de sueños
que valen un suspiro
nubes que flotan
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domingo, enero 11, 2009

Romina o la hora del lobo I

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Es un hecho científico que justo después de las dos y hasta las cuatro de la mañana el peligro de sufrir un accidente o ser lastimado por asaltantes o por la simple maldad se incrementa en grandes proporciones, a este lapso se le denomina ‘la hora del lobo’. No sé si se deba a los ritmos circadianos que hemos maltrecho con la vida moderna o si la cantidad de personas que viven en las grandes urbes permite que existan diferentes tipos de individuos en diferentes tipos de horarios o si la gran cantidad de mitos relacionados con la perversidad provengan de estos incidentes nocturnos, el hecho es que ‘la hora del lobo’ afecta a un gran número de personas diurnas que se atreven a forzar su horario y deambulan por las calles con un letrero de ‘victima’ en la espalda.

Los nocturnos somos simples de localizar y nuestro apetito se ve colmado con mucho menos de lo que las leyendas urbanas han hecho creer. Somos muchos y de diferentes tipos, los hay que se alimentan del miedo, de las emanaciones alcohólicas, de la risa o de las lágrimas, los vampiros no necesitamos sangre sino energía y los más animosos, por los que la ‘hora’ lleva su nombre, solo necesitan compañía como todo can que se respete, el resto necesita aún menos.

Los nocturnos nos encontramos en bares y clubes donde aparentamos no reconocernos y nos alimentamos de los sutiles efluvios que nos proporcionan los diurnos trasnochados; en la actualidad es mucho más fácil para nosotros mantener nuestra dieta ya que las grandes ciudades apenas duermen y las modas mundiales se ceban en lo que los diurnos piensan de nuestra estirpe. Así vemos pasar por la noche a grandes cantidades de personas que se creen nocturnos por el solo hecho de vestirse de negro o de utilizar artículos con estoperoles o pantalones estrechos y emotivos. Todos ellos han cambiado sus hábitos de sueño y aparecen en horas que deberían ser de descanso. Eso facilita las cosas.

***

El bar de moda todo aluminio y madera formada al calor, sobre la barra cristalina, casi acostado, sostengo mi Bloody Mary que me oculta y me permite observar a los personajes que entran y salen de mi amplio campo de visión. Mesas estrechas y con bancos altos, meseras con falditas de colegio y bombachas con holanes que vibran al compás de sus pasos, espejos difuminados por pátinas metálicas y, para mi desgracia, falta total del humo de cigarro que le daba el toque apacible y difuso a los bares del pasado.

Entra Romina y provoca un impass, un rasguño en la continuidad del espacio-tiempo, las miradas atraídas como por un imán, la tocan, la acarician. Conciente de su poder camina despacio y segura sobre tacones de seis pulgadas; pantalones azules de mezclilla, entallados y que no ocultan la longitud de sus piernas; abrigo con cuello y puños de piel blanquísima que destaca el tono durazno de su piel, cabellera gris, casi azabache y ojos, ojos como nunca he visto, sibilinos, quiméricos, amarillos.

Deja la bolsa y el abrigo que juntos representan más de lo que un honesto trabajador promedio puede ganar en mucho tiempo y que con el ámbar, del mismo color de su mirada, engarzado en el collar de platino podrían salvar la economía de un pequeño país. Sus caderas, sólo un poco más estrechas de lo deseable, sus piernas y sus brazos atléticos, dan noticia cierta de su vigorexia profunda. Recorre el lugar y sus pechos enhiestos y certeros apuntan hacia el cielo con seguridad y amedrentan con su exactitud a más de uno de los parroquianos que desvían la vista intimidados por su presencia.

Encuentra un lugar a mi lado y saluda fría y displicente – Hola Ash, ¿no hay más nocturnos por aquí?

– No, sólo nosotros.

– La noche no se ve prometedora.

– No, tendremos que irnos a dormir con hambre – dije. Aunque en realidad, como en cualquier tipo de pesca, si el pescador no está realmente hambriento, prefiere los mejores manjares o las piezas más suculentas. Este era el caso, ambos navegábamos esta agua con bandera de anhelo a pesar de estar ya satisfechos y la multitud de opciones sólo despertaban nuestro hartazgo. Hoy no era día de manjares, nos vimos cómplices y salimos directo a casa.

Cien aceras después encontramos la entrada al hogar: Desvencijada y decrépita fachada de granito en cuadrángulos exactos, grises y oscuros. Arcadas clasicistas que semejan puertas y rematadas con una imagen del averno, las caras del horror decían los arquitectos medievales. Tres pisos sólidos y altos que le dan a toda la composición un sentimiento sólido y lóbrego a la vez.

Al entrar el sempiterno olor a herrumbre y cansancio de las puertas con dobles herrajes, el pasillo tenebroso y húmedo que desembocaba en el primer patio interno. Adoquines nuevamente grises y añejos hierbajos en las juntas, al fondo una amplia escalera ya ladeada por los años daba paso a los pisos superiores. Tres habitaciones por lado destinadas a usos diferentes que asomaban al pasillo perimetral que con, ahora sí, arcos y piedra de toque cerraban la columnata que se asomaba al patio interior. El segundo patio de tierra, arbustos, rastrojos y árboles leñosos, ahora más una selva descuidada que el hermoso jardín de sus edades tempranas al que se asomaban las habitaciones del fondo que en los extremos eran de servicios, cocina y baño por cada uno de los tres pisos.

Patroclo el único y omnipresente sirviente nos encontró ya asomándonos al tercer piso donde se hallaba nuestra protegida habitación, ventanas clausuradas y humedades eternas eran los primeros indicios de nuestra condición. Echados sobre poltronas decidimos dejar llegar el día con mi mano acariciando su pelo hasta que el amanecer lo convierta en áspero y gris.

***

Eso que somos nos hace caminar la noche como extraños, cuando una mastín y su amo deberían caminar el mundo compartido y vivir sus aventuras unidos por la intensa liga de la fidelidad.


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