viernes, marzo 20, 2009

Llanes

Tenemos llagas dijo Llanes.

Son sólo pequeñas irritaciones – acotó el doctor.

Así casi termina la terrible peregrinación de Llanes, el barquero, a través de las laberínticas profundidades del servicio médico gubernamental de la empresa que maneja el petróleo de todos.

Llanes es un capitán de barca, en ella deambula por los humedales de Campeche en el Golfo de México. Su trabajo es encontrar bancos de jaibas que perviven en las aguas salobres de los manglares. Su barca, alta de proa, apenas se sumerge unos cuantos centímetros en las aguas someras y le permite acercarse a los crustáceos que habitan la zona entre mareas. Con sus dos tripulantes, Racine y Moliere, deambula por la selva acuática para recolectar de las trampas y de sus propios criaderos la pesca que les dará el dinero suficiente para sus básicas necesidades.

La comida no es problema, se obtiene del mar y de la pródiga tierra; la casa hecha de forma tradicional, adobe blanqueado con cal de forma elíptica y con techo de dos aguas de palma seca donde la arista orientada hacia la playa permite el paso del ventarrón sin ofrecer casi resistencia. Los servicios, desde la llegada de los petroleros, son el verdadero problema; agua potable, alcohol y esparcimiento doblaron su costo desde su arribo.

Para solventarlos cada día debe llevar al menos doscientas jaibas a Don Jerázimo, el cacique del pueblo, que envía crustáceos, caracoles y cefalópodos a los hoteles de la Rivera Maya en avioneta. Sabe que el pago que recibe no es ni la décima parte de lo que se lleva el intermediario pero intentar algo diferente acarrearía la molestia del patrón que es dueño de casi todo en el lugar. Además, para él, hombre solo y sin familia con excepción de sus dos ahijados -tripulantes, más ingreso representaría mayor número de actividades que lo sacarían de su muy apreciada monotonía.

Una de las ventajas del arribo de los fuereños, como contraprestación exigida por Jerázimo, es el servicio médico proporcionado por la empresa, como toda gran estructura burocrática los encargados de prestarla son displicentes y anodinos; llegar al hospital refulgente y solicitar un servicio es un calvario que los moradores de Izta-mal están dispuestos a aceptar por la gratuidad de los servicios.

A lo lejos, a unos siete kilómetros, Llanes observaba a diario el perfil de las plataformas de extracción, los mecheros queman gas las veinticuatro horas y los derrames de crudo se vuelven habituales.

Los hombres encargados de solucionar estos errores que invariablemente llagan a la playa visten ropas naranjas y vierten en las nervosidades de los mangles sustancias que permiten mantener una apariencia de sanidad en la región.

Después de un derrame mayor a lo normal Llanes se acercó con su barca a la zona de trampas, la zona había sido acordonada por los barcos rugientes de los ‘naranjas’ unos días antes y había perdido la cuota de jaibas dos días seguidos: Al desaparecer los barcos de limpieza se acerco para comprobar el tamaño de su pérdida, Racine y Moliere se zambulleron para recolectar a la presa, para ayudarles Llanes bajo de la barca y quedó con el agua al pecho durante las maniobras de carga y muy poco tiempo después la cuota del día estaba completa. Contentos con su carga enfilaron al puerto apenas cinco minutos antes de las diez de la mañana.

Con la mano firme en el timón y los motores a media marcha, Llanes pensaba que al llegar al puerto se dirigiría a la nueva cantina, abierta apenas hacía dos semanas, para tomar unas cervezas y disfrutar la vista de la mesera recién contratada, una pequeña morena de curvas suaves y pelo ensortijado con la sublime cualidad de caminar como bailarina.

Los ahijados y él comenzaron a enfermar aún antes de llegar a puerto, la comezón y el prurito enrojecía sus pieles curtidas por el sol, la boca tenía un sabor amargo, desagradable, los mareos y la fiebre llegaban a intervalos constantes.

Al desembarcar fueron, casi corrieron a la clínica de de los petroleros; su calvario comenzó casi al llegar, los trasladaron a una habitación blanca y pulcra donde dos enfermeras con trajes naranjas revisaron sus signos y les colocaron una intravenosa con suero, un suero como nunca habían visto de color ámbar que quemaba sus adentros. Ahí perdió a sus tripulantes, los colocaron en cámaras aisladas por casi veinte días, los médicos y las enfermeras ataviados de naranja no hablaban, sólo le infringían atrocidades horribles y dolorosas.

Llanes gritaba a todos que tenía que navegar, que este tiempo, perdido para él, era el mayor que había pasado en tierra firme desde su niñez, que necesitaba trabajar para ganar el sustento, que requería el aire marino, salobre y fresco; ninguna súplica funcionó.

El día veinticinco, lleno de úlceras que ya no supuraban, le permitieron salir, sus ropas limpias y con olor a desinfectante le raspaban sobre el cuerpo magullado.

Un médico, alto y de apariencia citadina lo sentó frente a un escritorio, llevaba guantes, le explico que había sufrido de una enfermedad tropical que se pensaba erradicada, que la irritación de la piel se quitaría en dos semanas, que no podría navegar ni tener contactos sexuales durante ese periodo, que la empresa sabiendo de sus necesidades le entregaría al salir (y después de firmar una carta donde aceptaba el buen cuidado médico y las causas de su enfermedad) un sobre con una suma igual a seis meses de sus ingresos por la pesca. Llanes lleno de preguntas trataba de interrumpir el monólogo prefabricado del galeno, fue imposible lo único que pudo balbucear fue:

Tenemos llagas.

Son sólo pequeñas irritaciones – acotó el doctor.

¿Pero por qué salen? – increpó el capitán.

¡Por qué sí! – dijo el coludido para terminar la discusión.


Al salir encontró a Racine y a Moliere con risas extasiadas abrazando el sobre de los dineros. Caminaron sobre la calle principal y entraron sin miramientos a la nueva cantina y no se les volvió a ver en varios días.



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