miércoles, junio 17, 2009

Violeta

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Aún recuerdo a Violeta como la primera vez, dos días antes de cumplir seis años, ella sería en la escuela la abanderada y la representante de sexto grado en la escolta que cada lunes rendiría honores a la bandera y a la patria. Portaba un uniforme rojo escarlata que destacaba sus rubios cabellos, sus ojos de un azul límpido, su figura larga y estilizada, el ovalo perfecto de su rostro, su piel de durazno y su boca delicada que invitaba a un beso.
Por ella, mis amigos se burlaban de mi cada lunes porque me era imposible contener las lágrimas y deshacer el nudo que se formaba en mi garganta cuando ella pasaba frente al grupo con aire marcial, cargando la bandera y sus ojos se posaban en mí un instante.
Los años pasaban y Violeta mejoraba con ellos; más hermosa, si era posible, más ligera, más sutil y yo empeoraba; enjuto y desprolijo pasaba la mayor cantidad de tiempo pegado a un libro.
Entré a la segunda enseñanza, dos días antes de cumplir doce, ella cursaba con lentitud el último de preparatoria. Ya no me fue posible observarla con regularidad y las veces que me iluminaba un momento las lágrimas y el nudo se presentaban de inmediato. Mis amables condiscípulos reían a sus anchas y era motivo de burla durante algunas semanas cada vez que me atrapaba la inmovilidad. Llegué a agradecer no verla durante meses ya que permitía a mi intelecto desarrollarse a contrapelo de mi físico.
Brinqué algunos años y el siguiente ciclo escolar me sorprendió (a mí y a mis azorados compañeros) cuando en un año aprobé tres de escuela, eso me hizo blanco de los estultos pero también redujo mi invisibilidad y acortó la distancia entre nosotros.
La preparatoria y la universidad ocupaban el mismo campus, los cambios de aula entre clase y clase me llevaron ineludiblemente a encontrarla, mi inmovilidad surgió con la primera vista de sus largas piernas, el nudo y las lágrimas cuando, después de tantos años, sus ojos se posaron en los míos y una ligerísima sonrisa apareció en su boca.
Trabajé incansablemente y pude comprimir en dos años los tres de preparatoria y escribir mi primer libro de cuentos que envié (iluso de mí) a un concurso internacional.
Cumplí los quince con dos agradables noticias, me matriculé en la universidad un par de días antes y mi libro de cuentos recibió una mención en el concurso.
Pensé que el trabajo me llevaría a recortar aún más la distancia que me separaba de Violeta, pero la universidad es muy diferente a la escuela de párvulos, apenas tenía tiempo de separar la vista de los libros para observarla caminar distraída en los prados universitarios, sus amigas siempre revoloteando a su alrededor ya no estaban y su mirada contenía una profunda languidez que antes no se encontraba; el precio de crecer.
Mi prisa o su tristeza permitieron que en el siguiente ciclo nos encontráramos al fin en el mismo grado, en los primeros días era casi imposible salir de la inmovilidad, evitar como un estoico la salida de las lágrimas y hablar con el nudo que atenazaba mi garganta. La pasión sucumbe ante la rutina y al pasar los días me fue posible mover mi cuerpo, articular palabras y mantener secos mis ojos aunque Violeta me viera de frente, hasta llegué a notar cierta simpatía y admiración (ahora en sus ojos) cuando mis explicaciones eran interesantes.
Tres meses después ella no volvió a aparecer en la universidad, se hablaba (como siempre) de un embarazo, de un profesor abusivo, de drogas o de alcoholismo: siempre supe que eran habladurías. Sólo yo sabía.
Herido hasta la médula terminé rápido y sin distracciones la carrera y acepté la primera beca para cursar una maestría en un país lejano donde con audacia infantil inscribí la crónica de esos años a un concurso literario, los resultados de éste y aprobar el último crédito de la maestría sucedieron dos días antes de cumplir los veinte; para librarme, por culpa del premio, de la búsqueda del sustento y del anonimato, mi físico resolvía cada prueba sin esfuerzo y mejoraba nada más con el paso del tiempo; viajé tres años más por el viejo mundo donde viví los amores y las desventuras necesarios para los argumentos de mis próximos escritos y hasta después de saciarme de vida devolví mis pasos a la casa paterna con dulce y planeada resignación.
Ahora dos días antes de cumplir los veinticinco, sin nudos y sin lágrimas, ella emerge a diario de la alberca de nuestra casa familiar, como una Venus en diminuto bikini violeta, para un largo desayuno que incrementará nuestra complicidad, al tiempo que escribo con lenta parsimonia mi siguiente novela, y sé (como ella sabe que lo sé) que el tiempo y la paciencia son mis principales aliados desde que supe, antes de terminar la universidad, que mi padre se casaba de nuevo.