martes, julio 28, 2009

Cosas de la edad

Rumiando el sinsabor, Remigio caminaba por la acera sin importarle el calor y sabía que por la noche lamentaría esta caminata bajo el rayo del sol. Del astro emanaban invisibles ondas que atacarían sin piedad esa zona delicada justo en la transición de su frente y su cabello cada día más escaso. Se lamentaría, sí, pero ahora lo importante era deshacerse de esta ira reprimida con una larga caminata sobre las aceras de la ciudad.
A los quince minutos, el otro extremo de su humanidad comenzó a solicitar clemencia, las pantorrillas y los pies sobrecargados rogaban por un poco de alivio. – Tengo que dejar el sedentarismo – pensó. Unos pasos más adelante encontró sobre la acera pequeñas mesas, como un oasis en el desierto, listas para recibir su cansada humanidad.
—Un café y un cenicero, por favor—solicitó para dar rienda suelta a dos de sus múltiples vicios, el abuelo decía: “hombre sin vicios no es de fiar”, pero nunca le dijo que por cada exceso el cuerpo, eventualmente, pediría compensación.
Esta zona de la ciudad, a las once treinta de la mañana, no daba tregua al congestionamiento de vehículos y al trasegar de peatones que, como pequeñas manadas de búfalos, se vertían en ambos sentidos como ríos hacia sus respectivas ocupaciones. El sol inclemente, ahora sobre los autos, se ensañaba en los infortunados que recibían la señal de alto en el semáforo de la esquina; eso le permitía a Remigio escudriñar dentro de los rezagados y tratar de descubrir la historia que siempre contaban las personas de esta urbe, si uno era capaz de ver a través de la máscara social.
La SUV contenía a la joven madre que pasaba la mitad del día depositando y extrayendo infantes de las escuelas privadas que aseguraban el triunfo de su progenie. El rictus de su boca presagiaba, además, la descuidada relación matrimonial y el ceño apretado, la hostilidad hacia su madre que nunca le advirtió del denso marasmo en que se convertiría su vida conyugal.
El taxista maduro con parálisis facial que pensó que un título de contador le permitiría ascender en el entramado social para después de tres décadas de trabajo y varios recortes de personal por las crisis sucesivas, se encontró manejando un automóvil de alquiler. El párpado caído, la lágrima involuntaria y el modo en que su dedo índice buscaba dentro de su nariz (como si fuera tras un tesoro) daban cuenta clara del la presión inclemente que sufría para poder sobrevivir.
Una joven, casi niña, tamborileaba sus pulgares sobre el volante de su pequeño y recién acondicionado viejo auto donde el equipo de sonido era más valioso que toda la carcasa que lo contenía, el sonido era tan grave y profundo que hacía vibrar el ventanal del local donde Remigio tomaba su café y la cara de la niña mostraba el placer sensual que sentía aunque no supiera en realidad de dónde provenía, era tal su disfrute que tardó unos instantes en descifrar el código lumínico que le permitía, ya, avanzar con el resto de los nuevos liberados.
Verde, pitido. Verde, pitido, pitido. Verde, pitido, pitido, pitido. Einstein estaría divertido al observar la relatividad del hecho, la luz verde llegaba más rápido a los conductores colocados a mayor distancia y Heisenberg, también reiría, sobre la imposibilidad de determinar en qué lugar y cuál conductor tocaría la bocina en primer lugar. Dos premiados del Nobel enfrentados por sus propias filosofías del mundo, Albert diría en algún momento “dios no juega a los dados” y Werner profundizaría a tal punto la incertidumbre que el azar se convertiría en la deidad.
Remigio tomaba apuntes de la observación de todos los actores que aparecían frente a su mesa, apuntes que se convertirían en partes de sus próximos textos. Unos periodísticos para su columna sobre la vida en la ciudad, otros para personajes de las historias que aparecían en el suplemento cultural del domingo. Aquí y ahora era feliz, observaba el devenir y como amanuense de la vida, pendolista de instantes, escribano de partículas; elaboraba bocetos hechos de palabras que traducían lo cotidiano, lo nimio, en pinceladas de verdad, de luz, de ideología; papel y tinta, palabras y significados.
La ira se había ido con la vergüenza de los análisis y los impúdicos roces de diagnóstico de la doctora en turno, fue palpado hasta la médula. Se había ido el sinsabor de sentirse número. Le hablaba al tótem de ese sopor, del dolor mañanero, de la erosión en uno de sus codos, de la nariz adolorida, de la curva del abdomen al anochecer, de todas sus dolencias y sólo recibía la indiferencia de una cara dura e impasible, el silencio de un fugado de Hipócrates, el correr de una mano aséptica sobre papeles burocráticos. Al final la máscara habló para emitir su juicio.
—Son cosas de la edad— dijo la infantil doctora del centro de salud.
— ¡Centro de salud!—pensó Remigio, mas bien— ¡calvario burocrático!
Porque uno llega ahí como a un templo en espera de que el oráculo, por fin, pronostique nuestra próxima desventura.

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