Cuando te perdí, cuando te moriste, morí, morí mil veces.
Caminé años y años como idiota, un imbécil que camina en el centro del arroyo, un perro de la calle y descarnado.
Sabía que eras polvo, sabía de tu partida. El dolor y la rabia me impedían ver el mundo, me impedían morir, me impedían vivir.
Pasaron años, muchos, y con incontable ayuda renací.
Desperté a la vida, desperté al amor, pero no recordaba el camino hacia tu cuerpo. Tenía olvidado tu regazo, tu abrazo, tu mirada. Regresaba si ojos, sin oídos y sin piel.
Pasaron más años y la reconstrucción tomo su rumbo, me vestí de nuevo con una piel prestada, encontré oídos de los que dejan a los demás con las palabras y tomé los ojos de aquellos que ven sin ver a las personas.
Los cuerpos son los guantes de las almas, pueden ser de fiesta, ser de hilo, ser de piel o rudos y viejos para el trabajo, pero adentro, muy adentro, la mano no ha cambiado, la mano ha mejorado con trabajo, con amor, con calma. Y así.
Un día por la mañana te encontré, no eran los mismos ojos ni la misma boca, pero algo me decía que si los míos no eran los mismos, estos nuevos enmascaraban tu persona.
La risa era la misma y la voz clara y transparente, tus palabras llenas de luz y de cariños llegaban de nuevo para iluminarme.
Le hablé de tu (su) partida, le inventé palabras compartidas, le ame como se ama el bien perdido, le conté de ti (de ella); de como antes de verla la pensaba (te pensaba), de cómo antes de amarla ya la amaba (ya te amaba).
Y lo entendió sin prisa, sin deshonra; las almas afines, al final, se encuentran. No digo que gemelas porque ese es de las almas el trabajo.
Ahora al salir el sol la veo dormir y despertar sonriente, veo su negra cabellera con destellos de oro como el tuyo, sus negros ojos de obsidiana tienen los tintes verdes de los tuyos y su hermosa sonrisa mañanera, esa es suya y a ti te pertenece.
Te amo (la amo) y no te (la) olvido.
ah
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