martes, diciembre 12, 2006

La vida nos acaece.

La vida nos acaece, simplemente nos acaece. Cae la noche y las estrellas no aparecen. Deshilan y devanan, deshilan y devanan.

Escuchaba en días pasados, grandes y numerosas teorías sobre el dolor, la enfermedad y la muerte.

Cual es la culpa del enfermo si la morbidez lo ataca, lo desintegra. Como descubrir en la consciencia la culpa híbrida del dolor, de la garra dolosa de la muerte.

La hay donde todo el peso de la propia enfermedad, o muerte, recae en la conciencia personal, en la incapacidad de darle salida a todo el cúmulo de emociones que nos afectan cada día.

Se habla del inconciente que produce cambios físicos, que afecta el soma, que revierte los procesos y los descontrola. De cómo el pensamiento, hasta del que no somos conscientes, afecta duramente el cuerpo, lo desarma y lo castiga.

Se habla del alma, de sus innumerables condiciones, sus pasados y sus futuros, los más avezados encuentran en el cuerpo sólo el guante, el cobertor, perdón, la cubierta del alma o el espíritu.

Una gran discordia para definir correctamente ambas, el alma y el espíritu, una gran discordia en la que hasta el momento no encuentro ganador. Los hay desmedidos, los hay trashumantes y todos desafiantes.

Se habla de Dios, de religión y de creencias, algunas desdeñadas y pasadas y otras presentes y actuantes. Del ser castigador de los primeros tiempos, del amoroso padre que cuida a sus hijos, del cuidadoso pastor que salva a sus ovejas. Entonces la pregunta lógica. ¿De dónde emergen las enfermedades y la muerte? ¿Se castiga al indefenso?

Si descubrimos con mirada atónita el tamaño inalcanzable del universo descubrimos rudamente que el trabajo del creador es extensísimo y de escalas colosales y preguntamos de nuevo.
¿Es el creador un niño de doce años ante los hombres-hormigas y el universo-hormiguero? Y en sus bolsas, como todo niño, hay lentes, pinzas y cerillos. ¿Se divertirá con ellas?

Se habla de vidas repetidas, de haber dejado en el camino anterior hilos y nudos sin amarres claros, desidias y defectos que quedaron inconclusos y, que para nuestra desgracia o aprendizaje, tenemos que repetir hasta que nos salga bien. El devenir de las almas. El kindergarden de las vidas, el “vuelve hacer diez planas” hasta que sea perfecto. Hasta existe una palabra para definir nuestras reprobadas vidas: Karma.

Se habla de la ciencia, del ADN, de la grandeza y pobreza de las células, del bioquímico paso del cuerpo hacia la enfermedad, se dice que los ácidos nucleicos se descomponen, se rompen, se descosen y las células hijas de estos ácidos crecerán descontroladamente.
Que las membranas avariciosas de las células se tornan reacias y endurecidas y ya no permiten el correcto crecimiento.

Se habla de la entropía, del paso de cualquier sistema en movimiento hacia la descomposición, al desorden, hacia el caos. Como consecuencia directa de su propio accionar, de su desvelo por hacer las cosas bien, de su despertar y moverse día con día. No existe maquinaria que no requiera ajuste, aceite o combustible y todas sin excepción se descomponen.

Es todo eso, lo anterior, y más; casi todo lo que se crea o se imagine, se piense o se adivine, se perciba o se descrea, pero falta algo. Algo que parece tan sencillo.

Si no, porque algún auto nuevo se descompone de inmediato, un niño que sale a la calle, corre y sobrevive o una anciana que cruza la avenida y, contra toda lógica, la atraviesa.

El azar, esa divina moneda que al final decide nuestra suerte.

Lo que hace que cada continente, que cada ser, que cada etéreo, encuentren las respuestas apropiadas a sus propios credos, a sus interiores desazones, a su propia visión de la vida y de la muerte.
Y todo eso queda reducido a una simple frase.

La vida nos acaece, simplemente, nos acaece.

ah

No hay comentarios: