domingo, enero 11, 2009

Romina o la hora del lobo I

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Es un hecho científico que justo después de las dos y hasta las cuatro de la mañana el peligro de sufrir un accidente o ser lastimado por asaltantes o por la simple maldad se incrementa en grandes proporciones, a este lapso se le denomina ‘la hora del lobo’. No sé si se deba a los ritmos circadianos que hemos maltrecho con la vida moderna o si la cantidad de personas que viven en las grandes urbes permite que existan diferentes tipos de individuos en diferentes tipos de horarios o si la gran cantidad de mitos relacionados con la perversidad provengan de estos incidentes nocturnos, el hecho es que ‘la hora del lobo’ afecta a un gran número de personas diurnas que se atreven a forzar su horario y deambulan por las calles con un letrero de ‘victima’ en la espalda.

Los nocturnos somos simples de localizar y nuestro apetito se ve colmado con mucho menos de lo que las leyendas urbanas han hecho creer. Somos muchos y de diferentes tipos, los hay que se alimentan del miedo, de las emanaciones alcohólicas, de la risa o de las lágrimas, los vampiros no necesitamos sangre sino energía y los más animosos, por los que la ‘hora’ lleva su nombre, solo necesitan compañía como todo can que se respete, el resto necesita aún menos.

Los nocturnos nos encontramos en bares y clubes donde aparentamos no reconocernos y nos alimentamos de los sutiles efluvios que nos proporcionan los diurnos trasnochados; en la actualidad es mucho más fácil para nosotros mantener nuestra dieta ya que las grandes ciudades apenas duermen y las modas mundiales se ceban en lo que los diurnos piensan de nuestra estirpe. Así vemos pasar por la noche a grandes cantidades de personas que se creen nocturnos por el solo hecho de vestirse de negro o de utilizar artículos con estoperoles o pantalones estrechos y emotivos. Todos ellos han cambiado sus hábitos de sueño y aparecen en horas que deberían ser de descanso. Eso facilita las cosas.

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El bar de moda todo aluminio y madera formada al calor, sobre la barra cristalina, casi acostado, sostengo mi Bloody Mary que me oculta y me permite observar a los personajes que entran y salen de mi amplio campo de visión. Mesas estrechas y con bancos altos, meseras con falditas de colegio y bombachas con holanes que vibran al compás de sus pasos, espejos difuminados por pátinas metálicas y, para mi desgracia, falta total del humo de cigarro que le daba el toque apacible y difuso a los bares del pasado.

Entra Romina y provoca un impass, un rasguño en la continuidad del espacio-tiempo, las miradas atraídas como por un imán, la tocan, la acarician. Conciente de su poder camina despacio y segura sobre tacones de seis pulgadas; pantalones azules de mezclilla, entallados y que no ocultan la longitud de sus piernas; abrigo con cuello y puños de piel blanquísima que destaca el tono durazno de su piel, cabellera gris, casi azabache y ojos, ojos como nunca he visto, sibilinos, quiméricos, amarillos.

Deja la bolsa y el abrigo que juntos representan más de lo que un honesto trabajador promedio puede ganar en mucho tiempo y que con el ámbar, del mismo color de su mirada, engarzado en el collar de platino podrían salvar la economía de un pequeño país. Sus caderas, sólo un poco más estrechas de lo deseable, sus piernas y sus brazos atléticos, dan noticia cierta de su vigorexia profunda. Recorre el lugar y sus pechos enhiestos y certeros apuntan hacia el cielo con seguridad y amedrentan con su exactitud a más de uno de los parroquianos que desvían la vista intimidados por su presencia.

Encuentra un lugar a mi lado y saluda fría y displicente – Hola Ash, ¿no hay más nocturnos por aquí?

– No, sólo nosotros.

– La noche no se ve prometedora.

– No, tendremos que irnos a dormir con hambre – dije. Aunque en realidad, como en cualquier tipo de pesca, si el pescador no está realmente hambriento, prefiere los mejores manjares o las piezas más suculentas. Este era el caso, ambos navegábamos esta agua con bandera de anhelo a pesar de estar ya satisfechos y la multitud de opciones sólo despertaban nuestro hartazgo. Hoy no era día de manjares, nos vimos cómplices y salimos directo a casa.

Cien aceras después encontramos la entrada al hogar: Desvencijada y decrépita fachada de granito en cuadrángulos exactos, grises y oscuros. Arcadas clasicistas que semejan puertas y rematadas con una imagen del averno, las caras del horror decían los arquitectos medievales. Tres pisos sólidos y altos que le dan a toda la composición un sentimiento sólido y lóbrego a la vez.

Al entrar el sempiterno olor a herrumbre y cansancio de las puertas con dobles herrajes, el pasillo tenebroso y húmedo que desembocaba en el primer patio interno. Adoquines nuevamente grises y añejos hierbajos en las juntas, al fondo una amplia escalera ya ladeada por los años daba paso a los pisos superiores. Tres habitaciones por lado destinadas a usos diferentes que asomaban al pasillo perimetral que con, ahora sí, arcos y piedra de toque cerraban la columnata que se asomaba al patio interior. El segundo patio de tierra, arbustos, rastrojos y árboles leñosos, ahora más una selva descuidada que el hermoso jardín de sus edades tempranas al que se asomaban las habitaciones del fondo que en los extremos eran de servicios, cocina y baño por cada uno de los tres pisos.

Patroclo el único y omnipresente sirviente nos encontró ya asomándonos al tercer piso donde se hallaba nuestra protegida habitación, ventanas clausuradas y humedades eternas eran los primeros indicios de nuestra condición. Echados sobre poltronas decidimos dejar llegar el día con mi mano acariciando su pelo hasta que el amanecer lo convierta en áspero y gris.

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Eso que somos nos hace caminar la noche como extraños, cuando una mastín y su amo deberían caminar el mundo compartido y vivir sus aventuras unidos por la intensa liga de la fidelidad.


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