jueves, junio 26, 2008

Fui feliz


En las comidas familiares, la tertulia y las risas se multiplican mientras los giros y los dobles sentidos van de una boca a otra; así son las comidas en la casa de la abuela (cinco o seis veces por año) donde los nietos (seis nosotros y las parejas correspondientes), los hijos (ahora ya sólo nuestra madre) y los cinco bisnietos (nuestros hijos) hablamos y hablamos de cualquier tema, hasta que la tarde muere entre carcajadas.

Es costumbre poco después de comer que la abuela nos diga sonriendo con voz baja y melodiosa.

- Ya son las cinco voy a subir, al fin y al cabo no los oigo.

Esa tarde, casi a esa hora, hablábamos de la última novela de Vargas Llosa o de Kundera, del nuevo premio a Fuentes, de la más reciente película de Hollywood, de mi edad, de la apostura redonda de mi hermano, de la hermosa ropa de marca de mi prima o inventábamos nuevos sobrenombres para definirnos (Sra. Clos, Timbón Cruise, o Gordo Marx) que dependen de nuestro tamaño de cinturón, de la fecha de nacimiento (ahí siempre pierdo), de nuestra barbada papada o de la nueva blancura del cuero cabelludo. Todo entre risas y pullas de primos y hermanos. Hasta que surgió la pregunta.

-¿Quién es feliz?- preguntó el filósofo.

-¿Abuela?- dijo un segundo.

-¡Abuelita, aunque te cueste más trabajo!- dijo ella como de costumbre.

-¿Qué opinas?- pregunto la más joven de mis primas.

-Yo sólo fui feliz; una vez en la vida- nos espetó la abuela de forma tajante.

Rebambaramba total, risas, gritos, silbidos, todos preguntábamos y hablábamos a un tiempo, desconcertados hasta que mi madre preguntó.

– ¿Ni cuando fuiste madre?-

-No…dolió mucho- dijo la abuela.

-¿Y cuándo te casaste?

-Tampoco…muchos nervios- contestó.

-¿Entonces… cuándo?- pregunté.

-Una vez cuando tenía seis años, dejen, les cuento…

Era el año 1913 o 14, la ciudad de México era mucho más pequeña y con un sabor porfiriano que ya perdió, tenía seis años y parecía que al fin la “bola” nos daba respiro, dejaron de sonar balazos a eso de las cinco de la mañana y todo fue calmo durante la jornada.

Mi padre, papá Pepe, telegrafista por la mañana y estudiante de homeopatía por la tarde, terminaba su turno a las cuatro y al salir, como todos los días, pasaba a dejarles un peso a mis abuelos. Esa rutina se repitió sin fallas durante toda la Revolución y no importaba desde donde o hacia que lugar salieran los disparos mi padre pasaba día con día a visitar a los suyos, una vez me contó que se escondió debajo de una carreta de abono con el peso de plata apretado en el puño hasta que los sureños se alejaron de la zona.

Les decía que, esa mañana dejaron de escucharse disparos de madrugada y para la tarde hacia muchas horas que no se escuchaba nada, no recuerdo donde estaban mis hermanas a la llegada de mi padre pero yo salí a recibirlo.

-Mi chiquitina, ¿dónde está tu madre?

Levante los hombros con cara de desconocimiento, el rió y me tomo la mano.

-Ya que nos dejaron solos, chiquitina, vamos a pasear- y así salí a la calle, a la que no me asomaba desde hacia varios meses, de la mano de él.

Caminamos varias calles, percibía que el mundo había cambiado: en el desconchado y las manchas de sangre en las paredes causado por las balas, en el miedo y el aire frío que salía de las casas deshabitadas, en el olor ácido de la muerte que aparecía por aquí y por allá. Mi padre, que no soltaba mi mano, miraba atento cualquier signo de rebelión o polvo lejano, escuchaba a lo lejos para sacarle información al viento que pudiera ser nefasta o peligrosa y yo caminaba sin miedo y sin preocupación por primera vez en lo que me parecía un largo tiempo. A su lado nada nos haría daño.

Fueron solo tres calles y en la esquina encontramos al hombre de los helados, nos acercamos y le solicitamos dos barquillos con nieve de limón, despacio (después de pagar seis centavos) dimos media vuelta para volver sobre nuestros pasos. Caminamos en medio de la calle sorbiendo el helado y su frío llegaba al centro de mi frente, a mi padre le pasó lo mismo, nos miramos y reímos de nuestra amable desventura.

-Chiquitina eres hermosa.

Ya veía el zaguán de nuestra casa, mi madre esperándonos preocupada en el umbral, caminamos esa última calle hasta el hogar sin miedo y sin prisa.

-Ese día fui feliz.

Eran las cinco, la abuela se levantó de la mesa y, en silencio, subió como de costumbre a su habitación.



Arturo Herrera ©

7 comentarios:

lichazul dijo...

arturo

me dejaste mutis
ser felíz...a que precio
visto desde la óptica ingenua de la niñez , claro que sí, es felicidad plena y real
pero cuando se crece ser felíz es tan difícil porque se nos pierde esa óptica
ojalá siempre viésemos la vida y los problemas con ojos simples y confiados...ojos de niñez

muakismuakis

Yarith Ceculia Ruiz Ariza dijo...

Artur:
Qué bello tu post...
No sólo en época de crisis sino en todo instante, los detalles más simples y sencilos son los que nos llenan la vida...

Feliz de regresar por tu casita... ya veo que ha tenido muchos cambios...

Abrazo fuerte y beso enorme
desde la cálida y alegre
Barranquilla,
de mi Colombia bella...

Ruy Alfonso Franco dijo...

Este relato tuve oportunidad de leerlo en tu página de Net y recuerdo que me agradó el ambiente creado y la nostalgia grabada en el personaje de la abuela recordando su infancia y momento feliz.

Entonces como ahora, celebro la lectura. Lo único que lamento de haberme salido de Net, es que no terminé de leer todos tus textos, porque lo hacía tranquilo, participando con comentarios. Incluso anticipaba gustoso la lectura de un post, no sé si relato o reflexión sobre Bukowski, que ya no pude leer.

Perdonarás la miopía, ¿pero será posible que aquellos textos estén reproducidos aquí también? No recuerdo haberme encontrado con el de Bukowski.

Como sea, soy uno de tus lectores devotos.

magic dijo...

Arturo querido!!!

Bien dice Elisa, ojos de niñez!!!!

Quien de nosotros tenemos recuerdos así, ahora rodeados de tecnología que cada vez mas nos hace mas solos, ademas que ya no hay casi barquillos y menos de ese precio!!!!!!

Besos, Niume

Anónimo dijo...

Pues siempre he considerado que la felicidad es un estado mental, y en un momento de alta dificultad, nuestra lucidez puede ser tal que nos lleve a disfrutar conscientemente la felicidad auténtica y no la parafernalia comercial almibarada rosa y fresa que nos quieren vender a veces por felicidad los medios y los dueños del dinero

Xocas dijo...

Uno se figura ahora a la asistencia con el discurso de la abuela medio atrancado no se sabe donde y todos en silencio, como avergonzados de las risas anteriores o de ser quizás beneficiarios de un tiempo algo más amable, en algún sentido. Al menos la balacera no está al orden del día... según en donde, claro.
A veces pienso que los viejos merecen un respeto grande sólo por haber llegado a donde han llegado. Aunque al tal McCain no pienso saludarlo... ;)))

Saludos fluviales

Arturo Herrera dijo...

Seo, este relato aunque de ficción tiene bases reales y cercanas, mi abuela dijo esa frase en una comida familiar... nos dejo mudos.. Besos.

Kya, mil gracias, sí muchos cambios, pero los amigos son los mismos y se les quiere. un beso.

Ruy, preparo un par de posts sobre ese fabuloso poeta que es Bukowsky, aún no decido si aquí, en el congal o tal vez abrir un nuevo espacio con pequeños fragmentos o frases de lo que leo en determinado momento... aún no lo sé. Les aviso.

Nimué, ¿cómo estás amiga? gracias por la visita, el recuerdo es infantil, el asunto al final es que ese fue el único instante considerado feliz. Un abrazo y un beso.

Ivan... hay una sutil diferencia ente marginal y loco... creo que muchos de los primeros están recluidos en sitios para los segundos... no sé es una intuición. Un abrazo.

Joaquín, amigo... quedamos mudos te lo aseguro, aunque sigue dando vuelta a mi cabeza el asunto de el único momento feliz, no te parece muy drástico. Un abrazo fuerte.