viernes, julio 11, 2008

La mirada



Al héroe que todos somos sin saberlo.

Ash

El faro es un estoico del mar

un pie en la tierra y la vista

fija en el horizonte.

A.H.

De pie miraba hacia el oriente, hacia el mar y su ojo destellaba vida. Aparecían en los rompientes las pequeñas medusas con su límpida luz orgánica, los peces y pulpos del arrecife competían desdeñosos por la comida.

El agua azul turquesa siempre calma, todos los días, todas las horas, hasta que el viento, sin aviso, comenzaba a correr desenfrenado, cada vez más rápido, cada vez más mortal. Huracán lo llaman los Caribes. Esto sucedía varias veces al año, derramaba odio, derramaba muerte.

Desde que lo destinaron a esta lejana posición sentía que lo habían abandonado, lo habían dejado aquí tan solo, como se sintió en el momento de perder su ojo izquierdo, todos los logros, todas las batallas ya no importaban, ya no era útil.

La tristeza lo acompañaba todo el día, no importaban las mujeres y los niños, las esclavas y los ayudantes, todo lo que había traído desde casa. Era un inútil, no servía para lo que fue educado, para darle honor a su familia, a su pueblo, a su nación.

El sacbe (camino) al pueblo estaba limpio y cuidado, ellos conocían su alcurnia y su linaje, pero no iba, no tenía gana alguna de visitar a estos provincianos; su tristeza lo inmovilizaba.

Aún no llegaba la media cara de plata que cubriría su deformado rostro, los sacerdotes que manejaban el metal tenían mucho trabajo. Ni siquiera pensaba en salir y exponerse a las miradas curiosas; si no fuera príncipe lo habrían ejecutado.

Los blancos estaban ya aquí y había que mantenerlos fuera del imperio.

La leyenda decía que dejarlos entrar a sus dominios equivalía a la desaparición total de su civilización, existía la otra leyenda, la de Kukulkán, la de los niños, esa de bondad y de sabiduría con la que cualquier adulto sabría de inmediato que era pura fantasía.

Llegaban noticias del sur y del poniente, de los pálidos, de su desvergonzada actitud, de su poca o ninguna caballerosidad, de su falta completa de palabra, es la palabra y cumplirla lo único que hace diferente al hombre de los animales.

Su trabajo, si a esto se lo podía llamar trabajo, era hacer encallar esas casas sobre el agua (no tenía otra manera de nombrarlas) de los hombres pálidos y barbados. Encallarlas en el arrecife, mostrarles el camino con luz, con humo, con sonidos, para que pensaran que un poblado estaba cerca y enfilaran sus casas hacia la espada calcárea.

El cortante arrecife rompería las grandes casas sobre el agua, tiraría sus enormes alas de aire y los aterrorizados pálidos saltarían sobre las rocas, rompiéndose ellos mismos, lo que quedara serviría como alimento para los tiburones que en grandes cantidades poblaban de extremo a extremo el atolón.

Cuando el huracán soplaba, su trabajo era aún más fácil, cegadas y mudas por los vientos, las grandes casas sobre el agua, se rompían en mil pedazos, aún antes de tocar el coral, aún antes de sentir el filo de los pólipos. No habría sobrevivientes.

Este trabajo lo hacia sentir inútil, después de ser el mejor y más grande guerrero de la última década. Aquí vivía con lujos, con confort, pero sus recuerdos lo torturaban día con día, lo confrontaban con su futuro, aquí en la pequeñez, en el olvido.

Cómo pasó y en que momento, nadie lo sabía, un día una nave llegó a la playa, tendría a lo sumo cincuenta hombres y bestias inmensas que despedían olores rancios, armas que brillaban y ningún caballero al mando, nadie llevaba plumas o distintivo que lo identificara como jefe o cacique, sólo esclavos y combatientes de bajo nivel.

No importaba, aquí en el extremo del mundo, y mirando al horizonte tendría su guerra final, su despedida. Moriría como mueren los guerreros.

Los dioses, la dualidad, lo habían premiado y pinchaba su brazo con espinas para agradecerlo. Sería lucha última y no importaba si era contra estos descastados, pálidos y sin tatuajes. No importaba.

En el palacio no tendría esta oportunidad, su único ojo lo descalificaba para luchar. Aquí, aquí su palabra era ley, los habitantes del pequeño poblado vivían para darle gusto, sus sirvientes y ayudantes, todos eran versados en las artes guerreras, hasta sus mujeres pelearían si lo pedía.

Tendría su última guerra, no tendría honores ni cabezas, no habría prisioneros ni esclavos adicionales, sería una guerra final, un regalo de despedida.

Los dejó colocarse de espaldas hacia el mar, mandó a los primeros cincuenta y dos hombres por el flanco derecho, las armas brillantes lanzaron fuego y algunos de sus hombres cayeron, mandó otros más por el flanco izquierdo, también murieron muchos, otros huían. Encontró el tiempo que necesitaban los pálidos para hacer que sus armas destellaran. La siguiente carga sería más rápida.

Había vencido, ya sólo vivían ocho pálidos y la mayoría heridos, ahora tomó su arma, tres palmos de madera con cuatro hojas de obsidiana a cada lado, hermosa, mortal y con su habilidad capaz de partir un contrincante de un solo tajo, avanzó con paso calmo, cortó por la mitad al primero, al segundo con su brillante peto le partió las rodillas y su pie hizo lo necesario con la cabeza y la postrer mirada de su único ojo se la dedicó al arcabuz que a un palmo le voló la mitad de su cara.

Al morir su jefe los ayudantes decidieron acabar con los pálidos restantes, el juego final de su amo costó casi trescientas vidas y el guerrero murió como había vivido. En la guerra. El costo no importaba.

Aquí estaba, ya no miraba hacia el oriente ni hacia el mar y su ojo, su único ojo, de media cara contra el suelo, moría.

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Arturo Herrera ©

Imagen; Galeón. Grabado de Alberto Durero

9 comentarios:

Arturo Herrera dijo...

Será posible, spam aquí también.
¡Joder!

lichazul dijo...

jajajaj spam hay en todos lados jajaja

me maravillo cuandoleo tus relatos
me llevas en esos pasajes y me siento testigo
gracias por hacerme evadir de mi pequeño mundo , a este de aventura y movimiento:-)

muakismuakis

Ruy Alfonso Franco dijo...

Bello relato que dignifica una raza olvidada incluso por sus descendientes siglos después.

Hermosa manera de cantar la heroicidad de un pueblo hoy desterrado por Batman, Hulk, Godzilla y tantos bichos yankis o manga.

La cosa es que lo sepan nuestros chicos: que también aquí tenemos ---tuvimos--- héroes.

Excelente maese Arturo.

Anónimo dijo...

Ardua tarea de encontrar en la memoria pasajes que nos lleven a la heroicidad. Mejor el anfitrion de este blog con su memoria errante nos convida de un pasaje tan lleno de nosotros... Chales, creo que ando muy puchungo o fue el efecto del texto, quien sabe.
Yo soy otro tu.

Las Hijas...♣ dijo...

En la memoria siempre se quedan los muchos heroes que conforman nuestra vida
Me encanto tu relato
Saludos
Yaya

Arturo Herrera dijo...

Seo... sí, spam hay en todos lados.
Mil gracias, el agradecido soy yo con tus visitas. mil besos

Ruy... de verdad eres de los que le van a los indios en las películas de John Wayne, jaja. gracias por la visitas y siempre bienvenido. un abrazo

Iván, querido doctor necesito traducción de "puchungo" y de acuerdo: yo soy otro tu. un abrazo

Yaya... bienvenida, pasé a tu blog y me encantó, mil gracias por la visita y el haber dejado constancia de tu paso por aquí. un beso

Anónimo dijo...

Puchungo: Almibarado al extremo de atentar contra su propio páncreas/Sentimentaloide/Altamente sensible, y por ende, con más atención a las hormonas que a las neuronas.

Fuente: Breve diccionario de tecnicismos Gurma del zombie cachetón. (En proceso de revisión)

adrichabat dijo...

Cómo disfruté tu escrito, al final ya no le importaba vivir desde que perdió el ojo.
No sé, entiendo que estas relatando la llegada de los españoles a tierras de los mayas. Pero tu escrito me transportó a Campeche ciudad amurallada, con su Puerta de Mar y su Puerta de Tierra. El museo de los mayas, hasta el de los pirátas.
y el color del mar ah que belleza.
Sacbé el camino maya que comunica a
Edzná con las otras ciudades mayas importantes.
Gracias Maestro por llevarnos en un viaje a través del tiempo.
Por darle un lugar a los héroes
anónimos.
un abrazo
adri

Xocas dijo...

Uno se lo imagina y no deja de pensar en la peligrosa nave que es la historia y en lo diferentes que hemos llegado a ser quienes al fin y al cabo descendemos de unos y otros. Los héroes y los villanos.
En fín, creo que más pacíficos, si acaso, aunque eso puede ser engañoso.
En todo caso parece que en la derrota hay algo siempre más noble, más humano. Ya tendríamos que haber aprendido que la conquista es un fracaso.
Pero no. Me temo.

Un abrazo fluvial.