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Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. Jorge Luis Borges
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Miró al cielo y se encontró con una nube en forma de yunque. Golpea la estrella y causa un trueno.
Miró al cielo y las nubes se deshebraban. Guerra eólica.
Miró al cielo y se encontró con el sol. Estaba tan solo.
Miró al cielo y se encontró con la luna creciente. Respiró aliviado.
Miró al cielo y la luna menguante perdía luz. Se evaporaba.
Miró al cielo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Llovían recuerdos.
Miró al cielo y sólo había negrura. Las estrellas se fueron de fiesta.
Miró al cielo y se encontró múltiples estrellas. Ella estaba ahí.
Miró al cielo y ella cintilaba. La estrella cardinal.
Miró al cielo y tropezó en la tierra.
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Miró al cielo y se encontró con una pared de nubes. Hoy la estrella dormiría sola.
Sobre la acera, tendido, esperaré a que amaine la tormenta.
Cayó de la nube y el pavimento lo dejó frío.
La nube era suave y confortable hasta que con la tristeza lloró.
Las ruedas del destino pavimentan el camino previsible.
Las huellas de mis pasos forman un laberinto incomprensible.
Sientes el dolor en el centro pero te alegras en la periferia.
El abismo está a un solo paso de la dicha.
Rondas como lobo a la presa hasta que se gira y te atrapa.
La flor deja un recuerdo indeleble aunque olvides su nombre.
Al girar a la izquierda perdí el accidente de la derecha.
Al sur de tu cara está mi patria.
Al norte de tu cara está mi ancla.
Los celos me consumen hasta que recuerdo de quien me enamoré.
Solo me enojo contigo cuando dejas de serlo.
Sí, a veces me pregunto; ¿por qué yo? Y me contesto; ¡por qué no!
Ella es constante como la crisis y honesta como el desastre.
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Mercurio vuela apenas por encima de la grama que separa los carriles de ida y vuelta, vuela cada viernes al local que vende aviones miniatura, o al comercio que tiene dulces a granel, con el botín atesorado vuelve sus pasos, siempre en el centro, hacia el portón de cristal que le dará resguardo.
El vestíbulo es azul y la pileta triangular recibe galletas en pedazos que alimentan a los peces naranjas con ojos saltones, vuela ahora por lozas calcáreas con diminutos fósiles jurásicos hasta la escala que en espiral, sube los cinco pisos del Olimpo, sube sin tocar los escalones, casi sin ruido, y sigiloso pasa frente a su hogar numerado con el nueve en la segunda planta; continúa hasta la cima, el dieciocho, un penthouse que abarca casi la entera superficie del edificio.
— ¿Están Eros o Diana?—pregunta a Pétrea la mujer de servicio.
— ¡Hola joven Mercurio! Los jóvenes no están, sólo la señora que se está bañando.
—Déjame tocar la espada, por favor—suplicó y Pétrea le franqueo la entrada.
Sube en silencio los cinco peldaños que separan el estudio de la estancia principal, Herostates colecciona arte y objetos orientales entre los que destaca una katana del siglo XVI, sostenida la vaina apenas por un soporte de madera, la espada curva parece más un arco que una hoja, el mango rematado en cuero oscuro está ahí para ser tomado y permitir desenfundar la mortal arma.
El silencio se rompe con pasos en la estancia, su pequeño tamaño, apenas nueve años, le permite colocarse detrás del biombo decorado con caligrafías japonesas justo antes de escuchar el crujido del maderamen de los escalones que dan acceso al estudio prohibido.
Afrodita, la madre de sus amigos, aún húmeda se planta al centro de la habitación y se mira en el gran espejo de la pared contraria. Ensimismada, deja caer la bata de seda y se enfrenta dichosa con su imagen. Del cabello se desploman algunas gotas en dos sentidos, por el frente bajan con lentitud hacia los senos, detienen su paso un poco en la rugosa aureola y se cuelgan, desesperadas, en el pezón erecto, para despeñarse por fin y desintegrarse en la cálida duela. Por detrás, ruedan sigilosas por los hombros y forman un riachuelo justo en el centro de la espalda para hundirse en el profundo cañón que forman sus redondas nalgas, se sostienen, por último, en los ensortijados rizos para unirse por fin en el piso con sus hermanas.
Mercurio, ambivalente, siente terror y frío que recorre la espalda y un agradable calor que surge desde el centro de su vientre. Ve llenarse gota a gota el charco a los pies de Afrodita, ve sus dos caras, su dorso a unos metros y su frente reflejado en el espejo, ve la piel que se eriza, ve el movimiento acompasado del vientre, ve las manos que se acercan al sexo y a los senos, ve el cambio del hálito, ve la contracción involuntaria de los músculos de las piernas, de la espalda, escucha atento. La violencia de su mente aumenta la presión de sus manos en la bolsa, de papel barato, que envuelve su tesoro. Ella cede y se desfonda. Un río de caramelos redondos y multicolores se esparce a los pies de la mujer.
— ¡Mercurio!—susurra Afrodita sorprendida y sonriendo se reclina y toma un caramelo rojo que ha quedado justo en el centro del charco. Lo lleva a su boca y lo degusta.
Mercurio vuela apenas por encima de la duela, vuela más llevado por la mano en su barbilla, se acercan las bocas, se tocan y el caramelo ha sido intercambiado con un hábil movimiento de la lengua; con este acto, como soplo divino, Mercurio adquiere audacia, inteligencia y vuelo.
— ¡He llegado!—suena la voz adulta y potente de Herostates. Con movimientos lentos y deliberados Afrodita, aún con la mano en la barbilla, arroja al niño al vacío.
Mercurio vuela lento, busca tres pisos más abajo, la ventana abierta de su cuarto, entra, llega a su cama y desciende. Termina el caramelo y feliz piensa en el futuro.
Pintura de Eduardo Anievas Cortines; -4- Remembrance...of you, in a mirror.