domingo, diciembre 03, 2006

Ayer soñé que fumaba.

Sueño y pienso,
ensueño,
pienso y sueño.

Ayer soñé que fumaba con gran amor, que fumaba con gran dolor, que fumaba con gran deber, que fumaba.

Me encuentro en el restaurante de moda, por supuesto en La Condesa, al terminar de comer el capitán se acerca y me regala un habano inmenso y me manda ipso facto a fumigarlo en el salón fumador. Nunca he conocido en ningún lugar un salón fumador, pero permítaseme la licencia literaria. Era un sueño.

Al subir las escaleras de pirámide me encuentro en un gran recinto plagado y salpicado de sillones, sillones cómodos e invitadores, ceniceros por doquier, de a uno, de a dos y hasta de a tres por individuo; el humo forma una capa densa, costra impenetrable y corpórea que va desde el suelo hasta aproximadamente un metro con veinte. No hago más que llegar al mullido sillón elegido cuando de entre la neblina aparece un hombre, un niño, que me acerca fuego y bebida espirituosa.

Aún no me atrevo a encenderlo, la moral y el buen sentido, todo me dice que me arrepienta, que complete el círculo, que no desista; y yo me pregunto: ¿el habano es adictivo?

Sueño y pienso,
ensueño,
pienso y sueño.

Era fumador compulso de cigarrillos de esos a los que la industria dolosa les inyecta mayor cantidad de males que los que tiene de por sí el buen tabaco (eso dicen los pasivos).

Era fumador dolido de hasta sesenta tubos asesinos cada día (eso dicen los médicos) y despertaba con el fuego entre las manos, esperando con ansia el primer ataque dulce a mis neuronas, cuando el camino empezaba ya en la boca directo a los centros de placer de mi cerebro (eso dicen los bioquímicos).

Sólo puedo decir que era delicioso. La primera bocanada de humo del día, enviarla fuerte a los pulmones y mantenerlo ahí como se mantiene el humo de canabis, hasta que, en un momento solo, el disfrute total, el descanso amoroso, todo el amor, todo el placer, en un segundo al despuntar el día (eso decía yo).

Sueño y pienso,
ensueño,
pienso y sueño.

Me devuelvo del ensueño, aún dentro del sueño, para pensar de nuevo en encender el descomunal cigarro. Se acerca de nuevo el niño, aparece entre la bruma, y ofrece de nuevo ascua y etílico brebaje; el pesar y la codicia se enfrentan en juego belicoso.

Algunos adictos trasfugados me dicen que no soportan el olor, que la boca de humo del otro (aún en posesión) es nauseabunda. Creo que la aversión es ayuda en el trayecto de abandono. Para mi no, no siento molestia si me encuentro a fumadores, no odio el olor ni detesto a mi amor si enciende displicente un fósforo maldito.

El lugar es todo un sueño (y yo aún dentro del sueño), el ojo se acostumbra, vislumbra a los vecinos, el ropaje, los acentos, la impudicia. Brocados y dorados se mezclan rudamente, veo mujeres que no se resisten… al humo del tabaco, ojos de encanto que me seducen y todos y todo me invitan a encenderlo.

Me resisto una vez y la siguiente, los congéneres me ven, me observan, quieren averiguar si soy constante, si resistiré el amago traicionero del recuerdo.

El niño acerca el fuego y me aproximo sigiloso, estoy a unos centímetros, a menos, y en el momento de tocarlo aparece el capitán de nuevo. Pregunta presuroso si he alcanzado a encenderlo, le digo que no, y despierto en ese instante.

Despierto y atento estoy al siguiente segundo de salir pesadamente de este sueño y recuerdo además que cumplo, este día, un año de haber dejado el hábito. Me felicito.

ah

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